Sin que nadie pudiera negarse, pasaron todos a la mesa. Se había servido un banquete exquisito: chuletas de cerdo bañadas por un greiby picosito, con una ensalada de verduras y un pan recién horneado. Leopoldo, en secreto, se chupaba lo dedos, y como se había sentado junto a Adolfina, ella no pudo evitar darse cuenta y pellizcarlo por debajo del mantel de la mesa, el cual era de oro de veinticuatro quilates.
Paulette se sentó a la izquierda de Albert; la princesa y Gloriett al lado derecho, por lo que ambas rivales quedaran frente a frente. Para Gisselle era realmente molesta aquella vista, pero disimulaba perfectamente para que los invitados no se dieran cuenta de la mala relación que había entre ella y el ama de llaves.
Gloriett estaba a un lado de Gisselle, y claro, fulminaba a Paulette con su mirada; algunas veces, de manera furtiva, evitando que los invitados vieran, le sacaba la lengua. Y al lado de Paulette estaba Clara María, comiendo muy tranquila y gustosa por estar junto a alguien que ya conocía. A su lado estaba Adolfina y luego el virrey, quien era voraz a más no poder, pues en su mansión nadie cocinaba tan rico.
Albert no perdía el porte y llamaba a Patty en cada oportunidad que tenía para pedirle alguna bebida o el postre cuando se terminaran el banquete.
Y por fin el desayuno terminó.
―¡Delicioso! ―aplaudió Leopoldo, levantándose de la mesa, provocando un ruido escandaloso cuando la silla en la que estaba sentado se cayó al suelo. Después de levantarla siguió hablando―. Ay, perdón. Es que por la emoción no me di cuenta de la pobre sillita. ¿En que estaba? Oh sí, ¡Delicioso! Ha sido un banquete único, estoy seguro que a mi hijo Carlito le habría encantado comer con nosotros, a él le FASCINAN estas comidas tan ricas, ¿verdad, cielo? ―ladeó un poco la cabeza hacía su esposa, sonriente.
―Así es, cariño ―respondió Adolfina levantándose cuidadosamente y, mascullando, se dirigió a Leopoldo―: Límpiate la boca, te quedó chile en el bigote y en la barba ―de inmediato Leopoldo tomó una servilleta y se limpió la boca, tratando de que nadie se diera cuenta, pero fue imposible. Adolfina siguió hablando―: A nuestro querubín hermoso, el cual no está a aquí, le agradan mucho los platillos deliciosos que hemos disfrutado esta mañana. Además, como ya sabemos, le habría encantado hacerlo junto a su futura esposa.
Gisselle notó que Adolfina la estaba viendo, así que le sonrió con una línea en los labios.
―¡Oh! ¡Eso es verdad! ―dijo Leopoldo―. Carlito estaría feliz por eso. Y es que está profundamente enamorado de la princesa. Aunque no la conoce, él muere por hacerlo. Todas las mañanas, cuando nuestra servidumbre limpia la casa, Carlo le quita a una de las sirvientas una escoba y se pone a bailar con ella, diciendo: «oh princesa, oh princesa, cuanto te amo». Él está tan ilusionado por conocer a la princesa.
―¡Qué maravilla! ―interrumpió Albert, no sabía si creer todo aquello, pero quiso ponerle un poco más de emoción a la plática―. Pues mi pequeña, que no se queda atrás, ha hecho cosas semejantes, pero de otra manera. Yo mismo me he dado cuenta, tal vez ella no, pero yo sí. Les cuento que una de estas noches me he levantado y caminado hasta su dormitorio para darle las buenas noches. Cuando entro a su cuarto me doy cuenta que mi pequeña ya está dormida, pero de pronto la escucho decir en voz alta: «Oh príncipe hermoso, ya quiero verte, ya te quiero conocer, ya me quiero casar contigo. ¿Por qué mi padre no ha fijado fecha para que vengas a verme?». Esa noche me quedé impresionado, por eso quise que vinieran lo antes posible, pero es una lástima que el príncipe no haya podido quedarse. Ahora mismo ya se habrían conocido.
Gisselle miraba horrorizada su padre.
―¿Yo he hecho eso, padre? ―preguntó desconcertada.
―¡Ay, no seas modesta! ―intervino Adolfina con gesto socarrón―. Ya sabemos lo mucho que deseas conocer a nuestro hijo, obviamente no quieres que se sepa a los cuatro vientos, aunque el amor debe gritarse, así que no tengas pena hijita, estamos entre amigos.
Gisselle solo sonrió y Albert respondió:
―Por supuesto que es verdad, sólo que tú no te diste cuenta porque estabas dormida.
―Está bien, papá, si tú lo dices, nadie puede negarlo ―concedió Gisselle.
―Ya me imagino la hermosa pareja que van hacer ―comentó Leopoldo con ademanes exagerados y sonrisa falsa―, única y envidiada por todo el mundo.
―Sí ―inquirió Adolfina―, ya los veos como dos tortolitos, con la mirada perdida uno en el otro. Paseando, tomados de la mano…
―¡Tortolitos! ―exclamó Gisselle interrumpiendo a la que hablaba.
―Sí, hija, tortolitos. Son como unos pájaros que…
―Sí, sí. Sé que son ―la princesa adquirió un semblante preocupado―. Discúlpenme por favor, señor y señora Villaseñor, me duele mucho mi cabeza y debo ausentarme ahora mismo…
―Pero hija, no puedes…
Cuando Albert habló, Gisselle ya iba corriendo hacía las escaleras, sin que nada ni nadie pudiera detenerla. Recordó que no había enviado su mensaje a Guepp y justo eso iba hacer.
Todos comenzaron a levantarse y la mesa comenzó a desocuparse poco a poco. Los invitados hicieron sus propios grupitos.
Adolfina y Gloriett conversaron sobre Jordan y las nuevas modas, pues apenas hacía unos días que Gloriett había regresado y conocía las noticias más relevantes de aquel reino. Por otra parte el rey y el virrey fueron a la sala privada para hablar a solas.
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Editado: 30.08.2020