Leopoldo se sintió desnudo. Clara había escuchado todo lo que habló con Grettel. Pero no sólo había escuchado eso, también escuchó cuando envió a Porfirio para que avisara al comandante Márquez que detuviera a Carlo. También su amenaza de matar a Zuleica Montenegro. Y ahora ya no estaba, había desaparecido.
Leopoldo salió e informó con la mirada a Grettel que los habían descubierto y con palabras le informó a Adolfina lo siguiente:
―Ya revisé, y obviamente no está en el estudio ―dijo con voz trémula y mirada iracunda.
―Claro que no está en tu estudio, ahí no tiene ningún negocio ―respondió Adolfina, llevando las manos a su cabeza y rascándose.
―¿Y por qué no le pregunta a los guardias, señora? ―sugirió amable Grettel.
―Muy buena idea, Grettel, gracias por su sugerencia ―contestó Adolfina, forzando una sonrisa de gratitud.
―Por nada, alteza ―contestó Grettel, también forzando una macabra sonrisa.
Habían pasado varios segundos y nadie hacía nada. Los tres estaban de pie, alternándose miradas unos a otros. Adolfina miró a Grettel muy molesta.
―¿Pero qué espera, Grettel? Ande, vaya a preguntar a los guardias, tal vez salió.
Úrsula se puso roja como un tomate, pero no tuvo más opción que obedecer.
―Oh, es verdad. Usted es la virreina y yo soy la criada, yo tengo que ir. Enseguida regreso ―dijo Úrsula de mal talante. Estaba enojadísima.
Adolfina y Leopoldo se quedaron solos.
─Y dime, Leo, ¿ya hiciste algo para detener a Carlo? ─preguntó la virreina con autoridad.
─Así es, querida ─contestó Leopoldo algo nervioso, que Clara estuviera suelta por ahí sabiendo tanto no le convenía─, no tienes nada de qué preocuparte, te dije que yo me encargaba y ya lo hice.
─Me da gusto ─respondió la mujer sin signos de emoción, pero de pronto se le dibujó una gran sonrisa en la cara─. ¡Clara María!
Miró hacia la entrada, justo por donde salido Grettel. Leopoldo dio media vuelta tan rápido como pudo y miró con ojos iracundos a la mujer que sabía algunos de sus secretos.
La joven, con su vestido color mostaza, arribó hasta donde estaban los señores de la casa.
─Hola señora, hola señor ―saludó, mirándolos al mismo tiempo que los mencionaba─, perdón por la ausencia. Andaba trayendo lo que me encargó, alteza ─posó su mirada sobre Adolfina, al mismo tiempo que le guiñaba furtivamente un ojo.
Adolfina no entendió al principio, pero luego reaccionó.
―Ay, es verdad. ¡Que tonta soy! ―dijo Adolfina, llevando las manos a la cabeza―. Yo misma la mandé por… ¿por qué la mande, Clara?
La joven mostró algunas flores que traía en las manos.
―Por estas flores señora, odoríferas, para poner en la mesa de ahora en adelante, las cuales le hacen muy bien a su salud―dijo sonriente la muchacha.
―¿Está usted segura, señorita Clara, que estaba cortando esas flores? ―preguntó Leopoldo, dándole a entender que sabía toda la verdad sobre dónde había estado realmente.
La joven lo miró desafiante.
―Por supuesto que sí, señor. Las estuve buscando, por eso tardé tanto. ¿Por qué la pregunta?
―Solo para confirmar ―repuso el hombre―. Recuerde que mentir a veces puede traer consecuencias muy graves. En esta casa, por ejemplo, la traición y la mentira se pagan con el destierro.
―¿De qué hablas, Leo? ―preguntó Adolfina intrigada. No recordaba esa ley en la mansión.
―Nada en especial, cariño ―el virrey volteó a verla―, me refiero a que si alguien miente o se descubre en mentira, debe ser expulsado, exiliado de algún lugar por abuso de confianza, ¿no crees, corazoncito?
Adolfina caviló durante algunos segundos aquellas palabras y luego respondió:
―Tienes razón. Pero, ¿acaso estás insinuando que la señorita Clara está mintiendo?
―De ninguna manera, le pregunto sólo para confirmar ―dijo el virrey y fulminó a Clara con la mirada.
―Señor ―intervino la chica―, si usted supone que estuve haciendo algo diferente a mi declaración, dígalo, la señora Adolfina, estoy segura, lo escuchará con mucha atención.
Leopoldo se dio cuenta del desafío, en el cual él tenía las de perder indubitablemente.
―Tranquila, señorita Clara, yo no tengo nada que decirle a la señora porque no sé nada, y es evidente que usted está diciendo la verdad ―dijo el hombre, sonriendo hipócritamente. Clara le respondió con la misma sonrisa.
―Ya ―inquirió Adolfina―, encontrada mi ama de llaves, todo está bien. Venga, Clara, necesito que me ayude en una decisión ―colocó a la chica delante y le pidió que avanzara, ella se volvió para decirle al virrey algunas palabras―. Supongo que puedo seguir planeando qué ropa usaré el día de mañana, ¿no es así?
―Sí mujer, continúa ―concedió el hombre mascullando.
Estaba fuera de sí, no sabía qué iba a pasar. Tampoco qué tanta confianza había entre la metiche de Clara y su esposa. ¿Y si le decía lo que escuchó? No, no quería pensar en eso. Mejor pensó en que Clara era interesada y que pronto aprovecharía la oportunidad para pedirle monedas, joyas o cualquier otra cosa a cambio de su silencio; no debía preocuparse.
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Editado: 30.08.2020