El secreto de la sirvienta

23

¡Maldita muchacha! Anvar no entendía cómo una simple sirvienta había logrado enredarle la cabeza no solo a él, sino también a Elízar. Un rey no debería perder la razón por una mujer, y, sin embargo, ahí estaba, obsesionado con quién compartía su lecho. ¡Zorra! La rabia le nublaba la vista y le embotaba el juicio. Se repetía por enésima vez que no le importaba, pero la furia no hacía más que crecer.
No había planeado besarla. Todo sucedió de forma impulsiva, pero eso no lo hacía menos placentero. Ninguna mujer había provocado en él semejante torbellino de emociones. Quería matarla y besarla al mismo tiempo.
La noche anterior, ella lo enfureció tanto que ni siquiera notó que había usado magia contra ella. Por poco la reduce a cenizas, de no ser porque Elízar intervino justo a tiempo para sofocar sus llamas.

Ahora Anvar caminaba con paso firme hacia el salón de baile. Odiaba esas celebraciones: conversaciones triviales, sonrisas falsas, bailes forzados. Pero al entrar, se vio envuelto en una marea de miradas adoradoras. Damas con escotes atrevidos y perfumes asfixiantes lo seguían con la vista, soñando con atraer su atención, regalándole sonrisas radiantes.
Todas, menos Aine.
Sus ojos recorrieron el salón, buscándola. Finalmente, entre peinados altísimos y abanicos de colores, la encontró. Estaba en una esquina, junto a la mesa de bebidas, sirviéndose una copa de vino, con el cofia blanca cubriéndole el cabello.
Por un instante, una sonrisa cruzó los labios de Anvar. Alguien por fin la había obligado a llevar esa cofia que tanto detestaba.
Pero su gesto se desvaneció en cuanto vio quién estaba a su lado: Elízar. Iba vestido con un traje claro, el cabello perfectamente peinado hacia atrás y el rostro impecablemente afeitado. Charlaba alegremente con Aine, los ojos brillando de entusiasmo, claramente encantado con ella.
Parecía que su hermano no mentía al hablar de amor.
¡Maldita sea! Se decía que no le importaba, que Aine era solo una sirvienta, indigna de la atención de un rey.

Pronto haría su aparición Cecilia. Tal vez ella lograría hacerle olvidar a esa testaruda criada. Milberga, aunque hermosa, era demasiado calculadora. Él había notado sus maniobras para seducirlo. Ambicionaba la corona, y aunque seguro le daría herederos fuertes, con ella nunca sería feliz.
Confiaba en que su corazón aceptara a Cecilia, la joven duquesa a la que nunca había visto. Aunque muy joven, su magia rivalizaba con la de Milberga, y su belleza era ya leyenda. Esta noche tendría oportunidad de comprobarlo.

Tomó su lugar en el centro del salón, con la vista fija en las puertas. La voz solemne del maestro de ceremonias anunció la entrada de Cecilia. Las grandes puertas de roble se abrieron y ella apareció.
Se movía por el salón con gracia, como si flotara. El cabello rubio recogido en un elaborado peinado, los ojos castaños reflejaban nerviosismo, y un gran zafiro azul brillaba en su cuello delicado. Su vestido verde, decorado con encajes blancos, realzaba su figura esbelta. Los guantes blancos llegaban hasta los codos.

Anvar clavó la mirada en su rostro y frunció el ceño. Demasiado joven. Bella, sin duda, de modales exquisitos, pero no tenía ese magnetismo que atrapaba la atención. No como ella, la que seguía junto a las bebidas. Se obligó a no mirar a Aine. Una sirvienta que se había entregado a su hermano no merecía la mirada de un rey.

Cecilia hizo una reverencia elegante. Anvar inclinó la cabeza y le ofreció la mano. Enseguida comenzaron a girar en un vals tranquilo, inaugurando así el baile.
Él se aferraba con esperanza a su rostro, buscando algún destello que tocara una fibra de su corazón. Pero la joven guardaba silencio, como si tuviera miedo de pronunciar palabra. Anvar, como dictaba el protocolo, inició la conversación:

—Espero que su viaje haya sido agradable y que no la haya fatigado demasiado.
—Sí, Su Majestad. Para mí es un honor estar aquí —respondió, bajando la mirada con timidez, sus largas pestañas temblando y las mejillas teñidas de rubor.

¡Dioses misericordiosos! Pensó Anvar. Estaba a punto de desmayarse. Sentía cómo ella temblaba y evitaba mirarlo siquiera.
Él, en cambio, se permitió observarla con descaro. Su mirada descendió hasta el escote —más bien modesto— y de nuevo la misma frase se le repetía como un mantra: Demasiado joven.
Se decía que tenía dieciséis, pero parecía aún menor.

—No puedo evitarlo... Sois muy hermosa.
—Gracias —susurró sin atreverse a mirarlo.
—¿El trayecto fue tranquilo?
—Sí, todo estuvo bien. Gracias.

Anvar apretó los dientes. La conversación no fluía. La encontraba aburrida y excesivamente tímida.
Él ansiaba ver fuego en los ojos, valentía en el alma, arrojo en el corazón.
Y en su lugar, solo encontraba temor, inseguridad, vacío.
Necesitaba a alguien como Aine. No, necesitaba a Aine.
Se maldijo por ese pensamiento. ¡Esa maldita muchacha se divertía por las noches con su hermano y él, como un mocoso enamorado, babeaba por ella!
Idiota.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.