El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

SEGUNDA PARTE: Augusto - CAPÍTULO 20

—¿Qué…?— entrecerró los ojos Juliana para ver mejor.

Ya estaban a escasos metros de la entrada de la casa. Augusto dirigió la vista hacia donde ella estaba mirando y vio también lo que a ella le había llamado la atención: había un hombre espiando hacia adentro de su casa por una ventana del costado izquierdo de la vivienda que daba a un patio. El hombre había saltado el tapial de no más de un metro de alto, invadiendo descaradamente la propiedad.

—Sigue de largo, no te detengas— indicó Augusto a su madre.

Ella aceleró y pasó la casa de largo.

—Da vuelta en la esquina— dijo él, y luego: —Detente aquí, estaciónate.

Su madre asintió e hizo lo que él le indicaba.

—¿Pudiste reconocerlo?

—No— negó ella con la cabeza.

Él bajó abruptamente del coche. Abrió la puerta trasera, sacó su espada y se la colocó. Tomó también su capa y se la puso, envolviéndose de tal forma que no se viera que estaba armado.

—Quédate en el coche, no te muevas de aquí— le ordenó Augusto a su madre.

—Gus, ¿estás loco? No puedes…

—¿Y qué quieres hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Permitir que inicien una investigación sobre nosotros? ¿Dejar que revuelvan toda nuestra casa con la excusa de protegernos?

—Sabes que no, pero tal vez solo sea un ladrón común, tal vez solo…

—Solo quédate aquí, mamá. Y por una vez en la vida, confía en mí.

Ella tragó saliva y asintió con el rostro grave. Él caminó con pasos rápidos hasta la esquina y dobló hacia la casa. Con gran sigilo, se movió por el jardín delantero, saltó el tapial, y en un tris, estuvo detrás del invasor, la espada desenvainada apoyada en su cuello.

El asaltante contuvo la respiración, asustado, e inmediatamente levantó las manos en señal de rendición.

—Date la vuelta, despacio— le gruñó Augusto desde atrás.

El hombre, un joven de no más de veinticinco años, de pelo rojizo, obedeció. Los ojos de Augusto se abrieron asombrados al reconocerlo:

—¿Liam?

—¿Gus?— le respondió el otro.

—¡Liam!— rió Augusto, envainando su espada y abrazando a su viejo amigo de la escuela—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué estabas espiando por la ventana? ¡Pude haberte lastimado!

—Toqué varias veces el timbre, pero nadie atendía. Entonces, decidí ver si todo estaba bien— explicó Liam—. No sabía que mi cuello corría riesgo. ¿Qué haces vestido así, viejo? ¿Vienes de una feria medieval? ¡Y esa espada!

Augusto solo sonrió, sin dar explicaciones.

—Ven. Déjame avisarle a mamá que todo está bien y…

—¿Liam?—. Era Juliana, que había desobedecido las órdenes de su hijo y lo había seguido, empuñando una llave cruz que había sacado del baúl del coche.

—¿Cómo está usted, señora Cerbara?— inclinó la cabeza Liam a modo de saludo—. Espero que eso no sea necesario— indicó con la cabeza la llave cruz que ella todavía sostenía en alto.

—Lo siento— se disculpó ella, bajando la improvisada arma—. Creímos que eras un ladrón o algo así.

—Le pido perdón por la invasión, solo quería comprobar que estuviera todo bien— explicó él.

—No hay problema. Me da gusto verte después de tanto tiempo, Liam. ¿Cómo está tu padre?

—Muy bien, señora, gracias.

—Toma las llaves de la casa, Gus. Pónganse cómodos mientras busco el coche— dijo Juliana, entregando un pesado llavero a su hijo.

—Ven— invitó Augusto a Liam a entrar a la casa, mientras su madre se alejaba.

Augusto abrió la puerta del frente y entraron. Luego de desconectar la alarma, lo invitó a subir a su habitación para charlar más tranquilos. Liam lo siguió, encantado, escaleras arriba. Cuando entraron al cuarto de Augusto, Liam lanzó un silbido de asombro:

—¡Guau! ¡Con que este es el santuario de Augusto! ¡Fascinante!— exclamó Liam, echando una mirada en derredor.

En la pared del fondo, había una enorme biblioteca con estantes de madera que llegaban hasta el techo. Liam leyó los lomos de algunos de los libros y vio que casi todos trataban de mitología, culturas antiguas, y algunos de esoterismo y fenómenos paranormales. Hacia la derecha, había varias espadas en exposición, apoyadas en soportes adosados a la pared. Liam distinguió floretes, sables,  espadas anchas medievales, cimitarras, una katana y hasta un claymore escocés.

Liam corrió un sillón de oficina que estaba arrimado a un escritorio a la derecha de las espadas y se sentó cómodamente, mientras Augusto se sacaba la capa y la espada, y las apoyaba en su cama, al otro lado de la habitación, a la izquierda de la biblioteca.




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