Augusto se cambió de ropa, tomó un poco de efectivo del cajón de su mesa de noche y bajó a la cocina a tomar un vaso de agua antes de irse. Su mirada se vio atraída por un papel sostenido con un magneto en la puerta del refrigerador. Era el número del teléfono de Liam, escrito con la letra de su madre. ¡Liam! ¿Cómo no lo había pensado antes? Él debía saber algo de esto. Tal vez podría darle más detalles de cuándo y cómo sus padres habían desaparecido.
Sin titubear, tomó el auricular del teléfono fijo y digitó los números con premura.
—¿Sí?— escuchó del otro lado.
—¿Liam?
—¡Gus!— lo reconoció su amigo—. ¿Desde dónde me llamas? ¡No me digas que el monasterio chino tiene teléfono!
—Liam, no estoy en China, estoy aquí, en la ciudad.
—¿Tan rápido te echaron?
—Liam, no estoy para tus bromas. ¿Tienes idea de dónde están mis padres? La casa está toda revuelta y…
—¡Oh, Gus! ¡No me digas que estás ahí! ¿Estás ahí? ¿En tu casa?
—Sí, te estoy llamando del teléfono de casa.
—Sal de ahí inmediatamente, Gus.
—¿Qué pasa?
—Esa línea no es segura. Encuéntrame en el lugar dónde hicimos tu despedida. ¿Lo recuerdas?
—Sí, pero…
—Solo ve allá. Sal de esa casa, ¡AHORA MISMO, GUS!— le gritó Liam y cortó la llamada.
Con la mano temblorosa, Augusto colgó el auricular en la base amurada a la pared. Algo estaba mal, muy mal. Respiró hondo, tratando de calmarse. Al menos Liam sabía algo. Sí, Liam lo ayudaría.
Salió de la casa, mirando en todas direcciones, observando disimuladamente a todos los coches estacionados en la cuadra para dilucidar si alguien había estado vigilando el lugar. Examinó a cada transeúnte con el que se cruzó mientras se alejaba de la casa, desconfiando de sus intenciones. Todos le parecían sospechosos.
En un estado de obsesiva paranoia, caminó varias cuadras, yendo en zigzag para perder a cualquiera que lo estuviera siguiendo. Cuando juzgó que se había alejado lo suficiente, se atrevió a hacer señas a un taxi para que se detuviera. No le dio la dirección del pub, sino una dirección cercana de una estación de servicio que recordaba de la zona. El taxista intentó entablar conversación con preguntas que a Augusto le parecieron demasiado personales, y por lo tanto, sospechosas. Le espetó que solo guardara silencio y condujera, que no estaba de humor para charlar. El taxista pareció ofenderse bastante, y Augusto se disculpó, diciendo que estaba teniendo un muy mal día del cual no quería hablar. El taxista se encogió de hombros y se mantuvo en silencio por el resto del trayecto.
Al llegar a la estación de servicio, se bajó del taxi y caminó tres cuadras hasta el pub. Se paró en la puerta y se dispuso a esperar a Liam. Después de unos minutos, juzgó que se veía demasiado conspicuo esperando allí afuera y decidió entrar. El pub estaba casi desierto a esa hora. Se sentó en una mesa en el fondo, en un rincón alejado de la puerta pero que le permitía tenerla a la vista para vigilar las idas y venidas de los clientes, de los cuáles no había más de cinco o seis. Cuando la camarera se acercó a él, ordenó una botella de agua mineral. Se sintió más conspicuo allí adentro, con su agua mineral, que afuera en la puerta, pero igual decidió quedarse ahí sentado.
Liam llegó después de unos veinte minutos. Se acercó a la mesa donde estaba Augusto y solo le murmuró de forma perentoria:
—Paga y vámonos.
Augusto dejó unos billetes en la mesa y salió con Liam por la puerta trasera, hacia el estacionamiento. Liam lo guió hasta su coche alquilado. Los dos subieron y Liam condujo fuera de la ciudad, hacia el oeste.
—¿Qué pasó, Liam?— preguntó Augusto.
—Tus padres están en problemas.
—Ya deduje eso.
—Los llevé a un lugar seguro, donde no podrán encontrarlos, Gus, no te preocupes.
—¿Me estás llevando a ellos ahora?
—Sí, por supuesto.
—¿Quién está tras ellos y por qué?
—Será mejor que tu madre te explique eso cuando lleguemos— se evadió Liam.
Augusto no se atrevió a seguir preguntando. No sabía hasta dónde sabía Liam sobre el proyecto secreto de sus padres y temía revelar cosas en sus preguntas que no era conveniente que su amigo supiera.
Liam salió de la ruta principal, doblando en un camino estrecho y descuidado.
—¿A dónde los llevaste exactamente?— inquirió Augusto.
—Es una vieja cabaña aislada en el bosque. Se llama “La Sarita”. Pertenece a mi padre, pero hace años que él no la usa. Es el lugar donde hago mis fiestas privadas.
—¿Qué clase de fiestas privadas?
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Editado: 12.10.2019