El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 31: El destructor

Ron se quedó mirando el cuerpo sin vida del gran maestro, que yacía en el suelo con los ojos abiertos y la boca entreabierta. Había sido él quien lo había matado, consumiendo su alma con sus propias manos. Había sido él quien había roto el equilibrio entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad. Había sido él quien había desatado el caos.

 

No sintió remordimiento, ni dolor, ni arrepentimiento. Solo sintió un vacío que se extendía por todo su ser, y una sed de destrucción que lo consumía. No le importaba nada más que acabar con todo lo que se interpusiera en su camino, con todo lo que representara una amenaza para su poder.

 

Los antiguos salieron tras él, con sus rostros llenos de ira y horror. Eran los guardianes de la historia, los testigos de los secretos del mundo. Habían visto lo que Ron había hecho, y sabían lo que significaba. Sabían que Ron ahora era el enemigo, el destructor. Y sabían que tenían que detenerlo, a cualquier precio.

 

— ¡Detente, Ron! —gritó uno de los antiguos, con voz autoritaria—. ¡No sabes lo que estás haciendo! ¡Estás poniendo en peligro la existencia de todo lo que conoces!

 

— ¡No me detendré! —respondió Ron, con voz desafiante—. ¡Sé muy bien lo que estoy haciendo! ¡Estoy liberando al mundo de sus cadenas, de sus mentiras, de sus falsos dioses!

 

— ¡Estás loco, Ron! —exclamó otro de los antiguos, con voz angustiada—. ¡Estás poseído por el mal, por el caos, por la oscuridad!

 

— ¡No estoy loco! —replicó Ron, con voz burlona—. ¡Estoy iluminado, por el poder, por el orden, por la luz!

 

Luego de eso por alguna razón, Ron los ignoró. No les prestó atención, ni les dirigió una palabra, ni les lanzó una mirada. Simplemente, los esquivó con una agilidad sobrehumana, mientras desataba su poder destruyendo muros y armas de los miembros de la hermandad que lo atacaban con su fuego que en este momento era de color verde, el más peligroso y destructivo de todos.

 

Ron levantó la mano y mostró el séptimo sello, El sello emitía un brillo verde, que se reflejaba en los ojos de Ron.

 

— Este es el verdadero séptimo sello —afirmó Ron—. El que puede liberar a los jinetes del apocalipsis. El que puede acabar con la tiranía de los demonios. El que puede restaurar el equilibrio del mundo.

 

— Ron, no digas tonterías —dijo otro de los antiguos, con gesto de horror—. Los jinetes del apocalipsis son los enemigos de la humanidad. Son los hijos de los ángeles caídos y los Nephalem. Son los aliados de los demonios. Si los liberas, provocarás el fin de los tiempos.

 

— No, ustedes son los que están equivocados —insistió Ron—. Los jinetes del apocalipsis son los salvadores de la humanidad. Son los hijos de los ángeles y los Nephalem. Son los enemigos de los demonios. Si los liberas, provocarás el inicio de una nueva era.

Ron se burló de los antiguos, que lo miraban con incredulidad y miedo. Luego, extendió sus brazos y desató su poder. De sus manos salieron llamas verdes, que se propagaron por el patio central de la hermandad, incendiando todo lo que encontraban a su paso. Los muros, las armas, las banderas, todo se consumió en el fuego verde, que no dejaba cenizas ni humo.

 

 

Ron empezó a abrir portales de los cuales se podían oír aullidos y rugidos de feroces bestias. Eran criaturas de otros mundos, de otras dimensiones, de otras realidades. Eran monstruos que solo él podía controlar, y que usaba como sus aliados, como sus armas, como sus juguetes. Ron los liberaba sin piedad, sin compasión, sin razón. Solo quería ver el mundo arder, y él era el fuego.

 

Markethe lo vio todo desde una distancia prudente, pero no pudo evitar sentir un nudo en la garganta. Markethe recordó la vez de la muerte de Arthoriuz, el padre de Ron. Había sido un día trágico, en el que Ron había perdido a su familia, a su mentor, a su héroe. Había sido un día en el que Ron había perdido el control de sus poderes y por primera vez se veía su fuego verde, su maldición. Había sido un día en el que Ron había estado a punto de perder el control, de caer en la locura, de convertirse en un monstruo.

 

Pero Markethe lo había salvado. Lo había abrazado, lo había calmado, lo había consolado. Le había dicho que no estaba solo, que él era su hermano, que él lo quería. Le había dicho que todo iba a estar bien, que él lo iba a ayudar, que él lo iba a proteger. Le había dicho que él era su luz, su esperanza, su salvación.

 

Y así había sido, durante muchos años. Markethe había estado al lado de Ron, apoyándolo, guiándolo, cuidándolo. Había sido su amigo, su confidente, su compañero. Había sido su escudo, su espada, su baluarte. Había sido su ángel, su héroe, su salvador.

 

Pero ahora, todo había cambiado. Ahora, Ron había matado al gran maestro, consumiendo su alma con sus propias manos. Ahora, Ron había roto el equilibrio entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad. Ahora, Ron había desatado el caos.




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