El Sendero de las Artimañas

CAPÍTULO 31 — La final del torneo y la despedida del caballero cascanueces

Abstraída en la profundidad de un arrepentimiento vertido en tinta sobre la superficie porosa de un papel sesgado por el tiempo.

Dos objetos de mano sobre la mesa enana captaron mi atención por más de media hora. Sentada con las piernas dobladas hacia dentro y un cojín entremedias de las rodillas.

Cruzaba los brazos.

Eran casi las once de la mañana, el aire entrante de la ventana parecía suave y relajante, pero me encontraba lejos de sentirme tranquila. El reflejo en la bóveda celeste iluminó a duras penas la habitación del desterrado.

—¡Estoy enfadada contigo! —dijo Morgana empujando la puerta del dormitorio.

—¿Oíste bien eso? —preguntó la doncella del cuadro—. ¡Solo por esto le he permitido el paso!

—¿Qué ocurre ahora? —dije de espaldas a ella.

—No has venido a verme, Arwen. —Morgana estaba transpirada. Una toalla enroscada colgaba cubriendo parcialmente su cuello—. Sabías que las pruebas de atletismo eran a las nueve, ¡yo sé que sí!

—Lo siento…

—¿Tú? ¿Disculpándote? Debe ser una broma. —Estiró las perneras cortas y al cuerpo. La camiseta blanca, holgada y húmeda permitía vislumbrar el sujetador—. ¿Por qué estás sola?

—Bear probablemente esté con la profesora McGonagall en el patio de Transformaciones.

—Oh… Practicando, ¿verdad?

—Así es.

—Parece ser un buen día. —Llevó un brazo por encima del otro en el alféizar y respiró profundo disfrutando del clima.

—¿Cómo te fue? —le pregunté, cabizbaja.

Morgana voceó un sonido pausado, arrogante e incitador de curiosidad; y volviéndose sacó una medalla que se ocultaba en su pecho por debajo de la camiseta.

—¡Primer lugar! Tanto en la carrera alrededor del estadio, como en salto de longitud y el lanzamiento de disco. ¿Qué esperabas? —Para Morgana, había sido una mañana famélica y ansiada de gloria.

—¡Te felicito! —dije sonriente.

—¿Qué traes ahí? —Se inclinó sobre la mesita y tomó con cuidado uno de los dos objetos, y lo sopesó—. Es ligero, ¿cómo se llamaba esta cosa? —Lo miró con detenimiento, el objeto no dejaba de girar por ninguna razón. Un movimiento de piezas, eterno y continuo.

—Es un astrolabio encantado.

—¿Y qué le pasa? Está como loco —dijo intentando frenar el paso de la araña—. ¿Por qué se comporta así? En el aula de Astronomía hay uno con tres lentes incorporados como mejora, y parece ser más resistente que este… Por cierto, ¿está defectuoso?

—Digamos que solo puede buscar una única estrella, y esa estrella ha muerto. —El buscador de estrellas se posó nuevamente en la mesa, dejando oír un sutil susurro de piezas rasantes.

—Entonces —apresuró ella—, está defectuoso.

—Sí, digamos que sí…

—¿Y qué hay de este otro? —Alzó el segundo astrolabio por su anilla, volviéndose a la ventana—. ¿Eh? Por mucho que le mueva esta pieza… vuelve a su lugar.

—Ese no me pertenece, así que ten cuidado.

—¿Ah? Oye…

—¿Qué? —dije.

—Te apunta a ti, ¿por qué? —Miré al suelo alfombrado por un segundo, mis cejas y pestañas se tornaron sombrías y Morgana preguntó—: ¿Te ocurre algo? Estás rara.

—Estoy bien.

—¿Tiene algo que ver con la profesora String?

—¿Debería? —Elevé una ceja.

—Desde que llegó, la atmósfera de este lugar ha estado un poco… depresiva —soltó.

—Ella se encuentra afligida, sé más comprensiva, ¿quieres?

Estiró una mano pidiéndome el cojín «es para apoyar el trasero y si no vas a usarlo como tal, mejor entrégamelo»; la muchacha se sentó frente a mí, dejándose caer. Deslizó un extremo de la toalla por un lado de su cara.

—¿Qué le habrá visto al profesor Hook? A mí no me parece para nada atractivo, ¿y a ti? La profesora Bard tampoco me parece tan bella. No digo que no sea bonita, claro que no. —Morgana ladeó el rostro al techo—. En cuanto a String, ella es muy hermosa. Podría estar con quien quisiera ¿no crees? Qué bueno que ya no duerme aquí, empezaba a incomodarme…

—Morgana…

—¿Qué tienes? ¿Lo vas a soltar o no?

Mi cuello se contrajo, escalofríos recorrieron mi columna vertebral originarios de mi nuca; incesantes, e irguiéndome de un espanto que lejos de ser irreconocible, avivaba mi memoria más oculta. Morgana me conocía lo suficiente para olfatear mi pesadumbre.

—Qué tal si te confiara que debo irme por un tiempo…

—¿Ah? —escupió.

—Cumpliré con mi promesa —susurré agarrándome los tobillos—. Algún día… —Jugueteé con mis calcetines.

—¿De qué hablas, Arwen? Me estás asustando…

—¡Ya sabes! —Alargué la cabeza—. La promesa que te he hecho en el despacho del profesor Rembrandt.

—Ah… Te refieres a esa promesa.




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