El ser que habita en mi

Oh Rapuncel, Rapuncel deja caer tú melena.

No sabría decir con seguridad en qué momento empezó todo, pero sí puedo contaros cuándo empecé a auto-lesionarme. Tenía 8 años la primera vez que apreté fuertemente mis palmas, sintiendo mis uñas clavarse en estas, produciendo pequeñas heridas que a día de hoy son pequeñas cicatrices. Odiaba auto-lesionarme, odiaba sentir ese dolor, pero era lo único que me permitía ser normal durante un rato. La sensación de dolor recorriendo mi ser, era lo único que conseguía distraerme lo suficiente para dejar de oír las voces o ver los colores que las personas emanaban a mí alrededor. 

Este extraño don, o más bien maleficio, me permitía saber que el padre de una compañera no se había marchado por "trabajo", sino que su mujer lo había echado; que mi profesora y el director del centro eran algo más que compañeros y que usaban el cuarto de la limpieza para sus encuentros; o que mi cuidadora me temía y detestaba, y que el simple hecho de que aún estuviese a su cargo se debía a que le pagaban por ello. Todo esto, no lo había averiguado usando tácticas que el mismísimo Sherlock Holmes envidiaría, es más ni siquiera me lo habían dicho. Lo sé por el simple hecho, de que sus pensamientos invadían mi mente sin mi permiso. 

La música también era mi vía de escape, pero lamentablemente escucharla en períodos de clase estaba más que prohibido y no digamos en el orfanato. Para mis cuidadoras la música estaba más que prohibida, dado que en ella se encontraban palabras que incitaban: al alcohol, las drogas, al sexo, o a ser las mujeres libres de pensamiento y opinión. En su opinión, y de manera muy resumida y clara, las mujeres debíamos obedecer en todo momento a los hombres ¿En qué mundo vivían esas mujeres?, en uno muy pasado sin duda. Tenían que abrir los ojos y percatarse de que las mujeres somos seres tan valiosos como los hombres, porque si no a este ritmo lo único que conseguiríamos era vivir estancadas para siempre en un mundo patriarcal.

Ahora mismo me encuentro de camino al orfanato, después de otro largo día en mi instituto. Busco en el interior del bolsillo de la chaqueta del uniforme, mi pequeño móvil, al cual le conecto unos cascos. Busco en mi lista de reproducción mi canción favorita, la cual consigue evadirme siempre del mundo de mi alrededor. Le doy al play y dejo que la suave voz de Sia invada mis oídos.  Sin embargo mi calma es interrumpida, cuando noto que alguien me agarra de la chaqueta y me quita unos de los cascos.

-¿Qué estás escuchando marginada?-Veo cómo se lleva uno de mis cascos a su oreja y como su boca forma una sonrisa.-Música deprimente para una chica rara. Y dime marginada ¿Cómo es que alguien como tú tiene un móvil? Según tengo entendido, en el orfanato no os pagan por hacer las tareas, así que esto debe de ser robado. ¿Sabes qué? es mejor que me lo quede, así te evitas problemas. Puedes verlo como un gran gesto de mi parte marginada ¿No me piensas dar las gracias por ello?-Sentía como las  lágrimas querían salir de mis ojos. Aquel móvil, lo había conseguido como fruto de un trabajo que había hecho en una pequeña heladería durante el verano. Era una de mis vías de escape, y perderlo era como perder una parte de mi ser. No obstante, no quería ningún problema con aquel chico. De mis labios salieron entonces las palabras que el tanto deseaba oír.

-Gracias-En mi interior quería pedirle que me devolviese mi móvil, pero si se lo pedía podía derivar la situación en un conflicto y ¿Adivinad a quién no apoyarían?

Al llegar al orfanato, me dirijo a mi habitación, la cual no comparto con nadie, porque no hay ningún ser en este planeta que se atreva a acercarse a mí lo suficiente para conocerme realmente. Por un lado, me encantaría tener una compañera de habitación; pero por el otro si la tuviese tendría que convivir diariamente y a todas horas con sus pensamientos y sus colores. Además, el hecho de estar sola me permite refugiarme en mi torre, a través de la cuál accedo a través de un pasadizo que había descubierto en mi habitación. Me adentro en el pasadizo, y subo las escaleras de piedra y en forma de caracol que me llevan a mi refugio. Una vez en el, enciendo la pequeña lámpara de gas con una cerilla y me acurruco en mi colchón. Lo bueno de la torre es que me escucha. Escucha mis penas, mis miserias, sin querer nada a cambio. Oye mi llanto desconsolado, sin ordenarme que pare y para consolarme siempre me muestra a través de un agujero en su techo las hermosas estrellas y la luna que siempre iluminan el cielo del anochecer. Mi torre es sabia, y sabe cómo consolarme siempre. Sabe que siempre que miro las estrellas y la luna, ahí en el cielo brillando, mi mente se llena de esperanza. Esperanza que se refleja en el hecho de que a pesar de que todo está oscuro, la luz siempre está con nosotros de alguna forma.

Mientras contemplo las hermosas estrellas del cielo de la ciudad de Roma, veo caer una estrella fugaz. Sé de oídas, que si pides un deseo a una estrella fugaz mientras está cayendo, este se cumplirá. Me apresuro a pedir el que tanto he deseado durante años, susurrándolo en voz baja y para mí.




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