El autobús había dejado a Anya en la única parada del pueblo, un cobertizo de madera desvencijado con un letrero oxidado que decía “Bienvenidos a Svalheim”. La gélida brisa del norte le acarició la mejilla, arrancándole un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza. Era una noche oscura, pero no totalmente oscura. Al norte, en el horizonte, una tenue franja verdosa se extendía como un velo fantasmal, anticipando el espectáculo de luces que la había traído hasta aquí.
-¿Necesitas ayuda con tu equipaje, jovencita?
Anya se giró sorprendida. Un hombre alto, con un rostro curtido por el sol y ojos de un azul intenso, la observaba con una sonrisa cálida. Era Kaelen, el guía local que había reservado para que la acompañara en su aventura por el norte.
-¡Oh, sí, por favor! Gracias, dijo Anya, aliviada de no tener que cargar sus pesadas maletas sola.
Kaelen levantó con facilidad las maletas y las acomodó en la parte trasera de su camioneta. Anya se acomodó en el asiento del copiloto, y respiró profundamente, tratando de calmar sus nervios. El viaje en autobús había sido largo y agotador, y la emoción por haber llegado finalmente a Svalheim la estaba consumiendo.
-¿Vienes a ver la aurora boreal, jovencita? preguntó Kaelen mientras arrancaba la camioneta.
-Sí, respondió Anya, emocionada. -Siempre he soñado con verla, y Svalheim es el mejor lugar para hacerlo”.
Kaelen asintió, con una mirada que sugería que conocía el significado profundo de esas palabras. “Es un espectáculo mágico, sin duda. Pero las auroras son mucho más que una simple danza de luces”.
-¿Qué quieres decir? preguntó Anya, intrigada.
-Eso te lo contaré cuando estemos en la cabaña”, respondió Kaelen con una sonrisa enigmática.
Mientras conducían por un camino de tierra que se extendía entre bosques de pinos y lagos helados, Anya observaba el paisaje que la rodeaba. La nieve cubría la tierra con un manto blanco, y el silencio era tan profundo que podía escuchar el sonido de su propio corazón latiendo.
-¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? preguntó Anya, buscando romper el silencio.
—Toda mi vida”, respondió Kaelen. Nací y crecí en este pueblo. Mi familia ha vivido aquí por generaciones.
–¿Y qué te mantiene aquí?
–El espíritu del norte”, respondió Kaelen, mirando al frente, con una expresión de profunda serenidad. Este lugar tiene una magia especial, una fuerza que te envuelve y te recuerda que eres parte de algo más grande que tú mismo.
Anya sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Sentía que Kaelen ocultaba algo más, pero no podía precisar qué era. Había algo en su mirada, en la forma en la que hablaba de las auroras, que la intrigaba profundamente.
Al llegar a la cabaña, Anya sintió un alivio inmenso. Era una cabaña de madera acogedora, con un fuego crepitando en la chimenea y un aroma a pino que la envolvió en un abrazo reconfortante. Kaelen le ofreció un vaso de té caliente, con miel y especias, y Anya se sintió finalmente relajada.
–Ahora, cuéntame sobre ti, dijo Kaelen, sentándose frente a ella. –¿Qué te trae a Svalheim, jovencita?
Anya respiró hondo, con el sabor dulce del té calentándole la garganta. –Soy artista, dijo, extendiendo una mano para mostrar un pequeño cuaderno con dibujos de paisajes que guardaba en su mochila. “Viajo por el mundo buscando inspiración, y las auroras boreales son la inspiración que necesito para mi nuevo proyecto”.
Kaelen observó los dibujos con atención. –Eres talentosa, dijo, con un tono de admiración.
–Gracias, respondió Anya, sintiendo un rubor en sus mejillas.
–¿Has visto las auroras antes? preguntó Kaelen.
–No”, respondió Anya. “Esta es la primera vez”.
–Entonces prepárate para algo extraordinario, dijo Kaelen con una sonrisa. “Las auroras no son solo un espectáculo, son una experiencia. Una experiencia que cambia la vida”.
Anya sintió una punzada de emoción al escuchar esas palabras. Se dio cuenta de que su viaje al norte no solo era para encontrar inspiración artística, sino también para descubrir un nuevo mundo, un mundo lleno de magia y de un amor que no esperaba encontrar.