Él Silencio de los Olvidados

Los que vive debajo

Capítulo 3

El primer escalón crujió como si despertara algo. Daniel apuntó con la linterna al hueco del sótano. El haz de luz no alcanzaba el fondo. Solo mostraba una negrura densa, parecida al agua estancada.

El aire era más frío ahí. O tal vez no era aire. Era otra cosa. Algo más espeso.

—No abras la puerta del sótano…

La voz aún retumbaba en su mente. Era la voz de una niña, pero no podía asegurarlo. Tal vez su propia memoria distorsionada le estaba jugando una mala pasada. Tal vez ya no distinguía lo real de lo que traía consigo ese lugar.

Bajó un escalón más. Luego otro. Y otro.

La linterna titiló.

—No ahora… no ahora, por favor… —susurró.

Pero el resplandor volvió, débil pero suficiente para revelar las paredes de piedra, el olor a humedad y a madera podrida. Todo estaba cubierto de una especie de hollín, como si alguien hubiese encendido velas durante años sin dejar salir el humo.

Llegó al fondo. El piso era de tierra compacta. Sus botas se hundieron apenas. El aire era distinto allí. Más... antiguo.

Había una silla al fondo. Y sobre ella, una muñeca de trapo. Reconoció la cabeza de tela desgastada, los botones negros como ojos. Era de Helena. Tenía más de veinte años sin verla.

La linterna se apagó.

Oscuridad.

Un zumbido profundo llenó sus oídos. Como un canto grave, lejano, gutural. No venía de ningún lugar específico. Venía de dentro. De su pecho. De sus recuerdos.

—Dani… —susurró una voz detrás de él.

Se giró de golpe. Nada. Solo oscuridad. Y sin embargo… no estaba solo.

Volvió a encender la linterna. Tardó unos segundos. La pantalla parpadeó. Luego iluminó justo frente a él.

Alguien estaba allí.

De pie. Alto. Sin rostro. Solo una figura envuelta en una sombra imposible de describir. Como si absorbiera la luz. Como si su presencia hiciera más oscuro el mundo a su alrededor.

Daniel cayó hacia atrás, tropezando con la muñeca. El impacto levantó una nube de polvo que se quedó suspendida en el aire… y dentro de esa nube, por un segundo, vio algo más: la silueta de su padre. Quemado. De pie. Sosteniendo algo brillante en la mano.

Un medallón.

El mismo que él llevaba al cuello.

—No debiste volver —dijo una voz que no era la de su padre, ni la de Helena, ni la suya.

Era la voz de la casa.

La linterna cayó de su mano. Golpeó el suelo. Se apagó.

Oscuridad otra vez.

Pero esta vez no estaba vacío el silencio. Había pasos. Respiración. El sonido lento de garras rascando la piedra. Y muy cerca, junto a su oído, una palabra:

—Recuerda.

Daniel gritó.

La linterna se encendió sola.

Estaba solo. De nuevo. O eso parecía.

El medallón en su pecho ardía. Literalmente. Al tocarlo, notó que brillaba con una luz tenue, roja. Como si respondiera a algo. Como si activara algo.

Subió las escaleras a toda prisa, cerrando la puerta del sótano tras de sí. La cerradura, que nunca funcionaba, se encajó sola. Firme. Definitiva.

Ya no estaba seguro si había bajado… o si la casa le había permitido bajar para mostrarle algo.

Pero lo que sí sabía era esto:

Algo está vivo ahí abajo.
Y sabe su nombre.




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