6. Feliz cumpleaños.
— Se rumorea en los límites del bosque que en la antigüedad existía un antiguo Rey, que por razones misteriosas abandonó su trono de oro.
El pequeño se acurrucó entre sus cobijas mientras sus grandes ojos rosados seguían la fluidez de las manos de su tía.
— Esa noche ni siquiera la luna se atrevía a salir pues el Rey era tan amado por ella que enterarse de su partida la dejó agonizando.Y las estrellas… bueno, la luna no permitió que ni una sola alumbrara aquella vez, quería que el Rey supiera que si abandonaba su reino ya no tendría su favor y su destino era vivir en las sombras. Jamás sería recordado, no habría historias sobre él, ni canciones sobre su grandeza.
— Pero sí que hay historia, tú misma la conoces ¿La luna le dio su perdón? — el niño enarcó una ceja.
Los labios de su tía formaron una sonrisa complacida, no había actividad en aquel aburrido castillo que le gustara más que relatar cuentos a su pequeño sobrino—. No, la luna no le dio su perdón. La luna le rogó que se quedara, que no la dejara atrás porque ella lo amaba, le pidió que la escogiera…— susurró—. Pero el príncipe se mantuvo inmutable aún cuando la luna lloró, dejó sobre el trono sus pertenencias: su corona, la capa que la misma luna había adornado con las estrellas más brillantes y todas sus joyas. De sus labios brotó un pequeño susurro y la luna sollozó mientras lo observaba marcharse.
El pequeño dibuja una mueca en su rostro —. Que Rey tan egoísta, no le importó la pobrecita luna — su tía negó y entonces él añadió—. ¿Qué le susurro?
Su tía acarició su mejilla suavemente, apartó un par de mechones de su frente para después besarlo, el niño río sintiendo cosquillas ante el aliento cálido rozar su piel, su tía se puso de pie caminando hacia la salida de su enorme habitación. El niño se arropó y cerró con lentitud sus ojos, observando a su tía cerrar despacio su puerta.
— Lo siento, no puedo escogerte — dijo su tía y supo que fueron las últimas palabras que el Rey del cuento había dicho.
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Sus mañanas no eran tan divertidas como las noches cuando en su habitación después de que su ama de llaves lo vistiera y arropara, su joven tía se colaba para contarle toda clase de historias que su padre, el Rey, le prohibía. Se sentía agradecido porque Asir desafiara a su padre y continuara yendo cada noche a sus aposentos.
— ¿Mi padre desayunara conmigo?— a través del espejo mientras lo vestía su mucama le dedicó una mirada compasiva, el pequeño desvió su mirada hacia el cielo. No le sorprendía aquella respuesta no dicha, a su corta edad había aprendido que su padre era un hombre ocupado o que quizá, era un hombre que no lo quería ver.
— ¿Mi madre? — una mirada igual a la anterior acompañada de una mueca. El pequeño asintió, se dio una última mirada en el gran espejo y caminó hacia la salida. Los guardias fuera de sus puertas siempre eran los segundos en saludarlo, luego recorría el enorme pasillo hasta el comedor familiar y se sentaba en cualquier lugar que le apeteciera. Un comedor para 20 personas, siempre había 19 sillas vacías y un silencio sepulcral.
— Joven amo, su desayuno — el pequeño asintió, observó sin mucho interés su plato y dio su primer bocado en silencio. Siempre en silencio.
Al terminar era escoltado hasta la sala de estudios donde su profesor de combate lo esperaba. La asignatura que más detestaba y la que su padre insistía en ser la más importante. "Un Rey siempre debe saber defenderse, saber sobre los talentos y sus debilidades", había dicho para después marcharse.
Hacía unos años le había implorado desistir de ellas, había buscado apoyo en la mirada de su madre quien, como siempre, evitó su mirada.
— Cuando accedí a este encuentro contigo porque lo solicitaste como un asunto urgente no creí que fuera para escucharte quejar, ¿Crees que el futuro Rey puede ir llorando por los pasillos como una niñita asustada? ¡Ni hablar de la vergüenza ante todos, el hijo del Rey un cobarde! — escupió con desprecio, el pequeño en aquel entonces tendría unos 5 años y no podía entender porque su padre lo había mandado a aquel terrible lugar donde era golpeado y humillado por cada soldado con diversos talentos—. ¿Te quedarás todo el día lloriqueando? — el pequeño sollozó mientras su mano sangraba, su primera lección de combate había sido no contestar, un talento de látigos no se había molestado en moderar su fuerza al azotar la palma de su mano. Su carne palpitaba, le exigía alivio.
— Por favor… Me duele — le mostró su pequeña mano temblorosa. Su padre posó sus ojos en la herida y sin mostrar emoción alguna agregó—. ¿Aún pueden curarle esa cicatriz? — el subordinado asintió—. Bien, que lo curen y llévenlo de vuelta deberá tener una jornada completa y, recuérdale a esos inútiles que el príncipe no puede tener heridas visibles.
El niño le dirigió una mirada incrédula, no podía creer que todo el día seguiría en aquel calabozo y que incluso tenían permiso del Rey para lastimarlo en lugares no visibles. Fue la primera vez que (a pesar de ya saberlo) confirmó que a su padre no le interesaba en absoluto.
— ¿Mami? — musitó. Su madre, absorta hasta ahora en cualquier rincón del estudio de su esposo fijó por un segundo sus ojos en el pequeño.
— Es tu deber como futuro Rey, hazme un favor cariñito y no vuelvas a llamarme a menos que realmente estés perdiendo la vida. Estoy demasiado agotada — La Reina, ayudada por sus doncellas, se puso de pie tan rápido como su panza de casi 9 meses se lo permitía.