La escena a color difumina a blanco y negro el contorno de su presencia. Los tonos grisáceos se apoderan de las memorias: besos, promesas, deseos, instantes fragmentados de la felicidad humana, todos hechos ruinas. Embotada, observa el cadáver. Repasa las particularidades del sujeto. Se mantiene de pie con los brazos cruzados y tensa musculatura, anhelando caer en un sueño profundo del cual no se despierte.
Lo que realmente intenta es escoger las acciones adecuadas para, a su tiempo, poder explorar ese cuerpo infamado percibido por sus cinco sentidos. No es fácil. Lo sabe. El solo imaginar tocar, abrir esa piel sangrante, traslúcida y pegajosa de un cuerpo que deseó, le arrebata un grito feroz que se transforma en un imperceptible gagueo matizado por su orgullo. Fragmentado por una voluntad de acero que la obliga a seguir, a danzar con el hecho de tener que diseccionar a ese hombre que amó.
El cuerpo descansa sobre su espalda decúbito dorsal. El hombre blanco, 180 centímetros, cabello corto y castaño, ojos abiertos, expresión ambigua: angustia y calma. Los brazos se encuentran uno a cada lado del cuerpo. No hay señales de violencia más allá que cuatro piquetes en los brazos. Sus manos de largos dedos se presentan abiertas y desmayadas sobre las sábanas de la cama ensangrentada. Lleva puesta un pijama de algodón en tono azul. La camisa subida hasta el pecho. El pantalón y la ropa interior debajo de las caderas. El estómago tiene dos incisiones, una amplia de lado a lado del vientre y otra, pequeña, en la misma dirección. A su vez, sobresalen de la herida las vísceras que fueron organizadas de tal modo que el espectador pueda observarlas con mórbida complacencia, al igual que se hace con un cuadro que no se entiende, pero que llama la atención.
En el espacio-tiempo en donde se encuentran Ana y Dalí se perciben tintes solitarios. Dominio de las ánimas. Espíritus disfrazados de nubarrones negros que se esfuman con la luz y tornan el aire gélido. Los ojos descienden hasta el maletín. Extrae los guantes de látex como exige el protocolo. Debe analizar el cadáver y la escena del crimen. Es parte de la rutina. Intenta acercarse. Es incapaz. El suelo que la sopesa no es suficiente para la carga que lleva. Desde su llegada, percibe que tanto la estancia en donde se encuentra la víctima como el entorno que la rodea cuestionan su presencia en la escena del crimen. No lo dicen, pero se lo hacen saber cuándo la miran. Un tenso morbo se mantiene en el ambiente palpitante e incoloro, acurrucado, a la espera de que ella ejecute alguna acción para lanzarse y doblegarla.
Ante sus ojos, el vacío abstracto concentrado en ese cuerpo le aterra. Intenta tocarlo. Delimitar la herida, adivinar el arma y la intención del asesino al infringirla. Por un instante en su cabeza se cruza la idea de pedir ayuda, ¿Quién la asistiría? ¿Caballero? Un temblor recorre su cuerpo. Pero ¿a qué costo? medita, mientras lo ve caminar hacia ella en cámara lenta. No puede apartarlo de su vista. Se siente atrapada y sin voluntad. Ese hombre que ahora le habla es la soga más cercana a la cordura. Sus palabras les llegan a los oídos. No percibe la sintaxis. Las sílabas suenan como el ronroneo de los motores al calentarse. La habitación se achica. Las ventanas cerradas impiden que el aire penetre. Una blanca niebla lo envuelve todo mientras la sensación de caída es inminente.
En el piso, tullida, escucha un eco ininterrumpido. Un remedo de voz conocida. Abre y cierra los ojos para dar crédito a esa presencia que estira sus brazos hacia ella. Se acerca, la toma y con sus manos de largos dedos recorre su figura lentamente, expeliendo un frío palpitante que abrasa ardoroso a un ser vivo, Ana.
La habitación ha desaparecido. Un cubo. Cinco paredes y un piso. No ventanas. Solo puertas. Ana ve a Dalí girando el pomo de una de ellas. Trata de seguirlo, evitar que la abra. De alguna forma sabe que detrás está el asesino. Se levanta, corre, trata de detenerlo. Angustiados sus pies se mueven repetidamente en el mismo sitio. Dalí se aleja, abre, cruza y cierra la puerta. Muere. Ella lo sabe, sus manos se tiñen de sangre. Falla de nuevo. La ira invade sus nervios. Se yergue, corre, se lanza contra la puerta, la aporrea con los puños hasta sangrar; la conjunción de ambos fluidos carmesí revela una simbiosis perfecta. La madera cede, se rompe, y ella logra traspasar el umbral. Del otro lado, en el piso sobre un charco de sangre, Dalí la espera, a duras penas respira. Ana se sienta y lo arrastra hacia ella, a su regazo. Como puede limpia las manchas rojas de aquel rostro. Susurra:
—Estoy aquí, mi amor, llegué.
Él la mira con pupilas somnolientas. Sonríe. Un silbido casi imperceptible se desliza entre sus labios:
—Ana, me abandonaste de nuevo.
Las palabras se convierten en vértigo. Se incrementan los temblores que recorren su cuerpo. El cubo se asemeja a una habitación conocida. Se encuentra brevemente vacía. Los murmullos se mezclan entre sombras. Se distinguen pocos muebles, y las retinas quedan enceguecidas por las lámparas fluorescentes del techo. De la imagen de él no queda un presente, se marcha, le obsequia a su amada el don de la culpa.
Los interruptores se apagan y vuelven a encenderse. La escena del crimen es transitada por entes de uniforme blanco. Siluetas humanas manipulan tubos de vidrio, compuestos químicos, dejando el ambiente plagado de un aroma penetrante y amargo. Ana yace adormecida a merced de la nada. Caballero la levanta. La sensación de flotar es disfrutada durante corto tiempo. El movimiento sacude ligeramente su cabeza recostada sobre un pecho galopante del que no tiene recuerdos. Entreabre sus párpados, constata que no ha muerto, solo flota sobre los brazos de alguien. “Un salvador” se pregunta, nada en su existencia es demasiado concluyente.