el tiempo robado al amor

Capítulo 3

CAPÍTULO 3

 

  En mi memoria perviven los nombres de las tiendas que marcaron mi niñez, aunque la mayoría de ellos hace décadas que cerraron sus puertas, eran comercios con identidad propia y un encanto especial, que por lástima, fueron engullidos por los grandes centros comerciales.

 

  Ahora, después de varias décadas, cuando paseo por el casco antiguo de mi ciudad natal y contemplo sus fachadas con sus escaparates, transformados en testigos mudos del pasado, siento una punzada en el pecho al pensar en esa niña, de mirada limpia e inocente, que con su mochila en tonos rosas, caminaba por ella todas las mañanas para ir a la escuela. Esa mochila que me trajeron los Reyes Magos el año que empecé al colegio y en la que mi madre cada mañana, me metía en el bolsillito de la izquierda unas galletas, envueltas en papel de aluminio para que me las comiera en el recreo.

 

  Recuerdo con cariño el imponente edificio de García Casado en la plaza Sagasta dedicado al negocio de las telas y la sastrería que fue un icono para la ciudad. Mi madre que era la mejor madre del mundo, con retales que compraba en la sastrería, me confeccionaba un vestido cada año, en mi cumpleaños. Era una gran modista y los copiaba de las revistas de moda. Recuerdo mi vestido de Comunión. Cómo entré en la iglesia con las demás niñas y niños, provocando la admiración, sobre todo de las demás madres. Mi madre me había hecho el vestido imitando el traje de novia de Grace Kelly, con sus mangas de encaje y la parte superior que conjuntaba con el velo que me caída a modo de cascada desde la cabeza hasta casi el suelo, sujeto al pelo con una diadema llena de pedrería que lanzaba destellos de colores con los rayos de sol que se colaban por las vidrieras de la iglesia.

 

  Otro comercio que guardo en la memoria, al pensar en el escenario de mi niñez  es, sin duda el bazar de Jacinto González, que nació de la ampliación de la librería La Religiosa. Fue el precursor de los centros comerciales, llegando a ocupar más de mil metros cuadrados; en sus instalaciones se podían encontrar un amplio abanico de productos, desde electrodomésticos, mercería, regalos o textiles, hasta bicicletas y motos, pero como la mayoría acabó cerrando en mil novecientos noventa y cuatro. Nos encantaba perdernos por sus larguísimos pasillos, repletos de cosas, éramos tan pequeñas que no sabíamos para que servían la mayoría de ellos, pero era como pasear por una gran ciudad a cubierto y libres de la mirada vigilante de nuestras madres. Mientras ellas compraban, nosotras nos escondíamos en algún pasillo para comentar si nos habíamos aprendido la lección de mates que nos preguntaría la profesora al día siguiente o si nos habíamos fijado como Encarnita se ponía colorada como un tomate cuando Javi pasaba por su lado.

 

  Otro lugar emblemático que recuerdo con enorme cariño, quizás el que más, es el parque de los Tres Árboles, que discurría paralelo al río Duero, con su puente de hierro y su puente de piedra,  Enfrente estaba la pequeña ermita de la Peña de Francia, que sólo tenía una nave rectangular y una capilla, en la que celebrábamos cada ocho de septiembre su festividad, que comenzaba el día anterior con una procesión que llevaba a la virgen hasta la parroquia del Cristo Rey, en la que tenía lugar el besapiés al Divino Niño y la novena. Al día siguiente, a las ocho de la tarde daba comienzo la procesión en la que era devuelta la Virgen de nuevo a la ermita. En aquella época las mujeres eran muy devotas y nosotros, como niños temerosos del castigo divino participábamos en todos las actividades que nos encomendaban los curas de las parroquias. Íbamos todos los domingos a misa y nos preparábamos para hacer la Primera Comunión durante tres años, entre los seis y los nueve y de seguido continuábamos para hacer la Confirmación. Todas las semanas nos confesábamos y el párroco nos metía el miedo en el cuerpo, nos decía que Dios todo lo veía y que su castigo era peor que el de los hombres, pero según íbamos creciendo, nuestras hormonas nos hacían perder el miedo al castigo de la mano de Dios. Hacía muy pocos años que Franco había fallecido y todavía el clero ejercía su hegemonía entre los feligreses, temerosos del infierno y el purgatorio.

 

  Pero me estoy desviando de la historia recordando mi niñez. Me pongo melancólica y más me deprimo viendo en que se ha convertido aquella dulce niña. Para ahogar mis penas creo que me voy a coger un bote de galletitas de chocolate, que son el remedio infalible para los momentos en los que las fuerzas fallan ¡Santo Dios!, diez llamadas perdidas en el móvil de un número que no tengo en la agenda. No sé si contestar, seguramente será del ligue del finde para ponerme a caldo por haberme orinado en su elegante suelo de madera, pero si no le contesto, no lo sabré y seguirá llamando, así que vamos a dar a la tecla de rellamada y que sea lo que Dios quiera.




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