el tiempo robado al amor

Capítulo 4

CAPÍTULO 4

 

  Mi primera etapa de estudiante la recuerdo con cariño, a pesar de las trastadas que me hacía Julia, travesuras de una niña histriónica, que la convirtieron en una mujer adulta, llena de inseguridades.  Me ponía chicle en el asiento del pupitre para que se me quedara pegado en la ropa, sobre todo cuando estrenaba alguna prensa. Me escondía, en el mejor de los casos, en otras ocasiones no volvían a aparecer rotuladores, lápices o bolígrafos. Yo me tragaba las broncas y los castigos de mi madre que por no delatarla, le decía que los había perdido. Pensaba que si la ignoraba en algún momento se cansaría y me dejaría en paz, pero estaba equivocada. Eran trastadas de poca monta, aunque recuerdo una de ellas en especial porque pasé mucho miedo y me sentí muy humillada y desamparada, no sólo por Julia, sino por el resto de compañeras. Fue una tarde durante la clase de matemátimaticas, me llegó una nota a mi pupitre en la que me invitaban a ir a una fiesta de cumpleaños a la salida. Con la inocencia de una niña y la alegría de que por fin era aceptada en el grupo de Julia, no pensé ni por un momento que todo era otra jugarreta de la maléfica. Me presenté en el sitio, a la hora indicada y como en la nota ponía que si tardaban era porque tenían que ir a comprar bebida, me quedé esperando hasta que se hizo de noche. Cuando por fin me di cuenta de que allí no iba a aparecer nadie, emprendí la vuelta a casa, muerta mi miedo, mirando hacia todos los lados, cada vez que me cruzaba con alguien, temblaba y agilizaba el paso para llegar lo antes posible a casa. La bronca que me echó mi madre fue monumental y el castigo soberbio. Al día siguiente, lo primero que hizo Julia al verme, fue reírse a carcajadas en mi cara, mientras me decía que si en serio me había creído que me iban a invitar a salir con ellas.

 

  Con los años fue perfeccionando las travesuras. Al principio, como yo era la nueva, me costó hacer amistades, sobre todo porque ella intentaba poner a todas las niñas en mi contra. Ella era la cabecilla, la  jefa de todas y las obligaba a hacer lo que ella quería, porque si no descargaba su ira sobre la que se negaba. En los recreos intentaba que todas las niñas se reunieran con ella. Las compraba con golosinas y regalos. A la que veía que me hablaba, la castigaba con su indiferencia durante unas semanas como escarmiento.

 

  Al principio me sentí mal por el cambio tan radical que había supuesto incorporarme a la escuela en mi vida. Hasta entonces mi universo eran mis padres y yo. Mi madre siempre había estado conmigo, había sido mi compañera de juegos y mi maestra y, de repente ella desapareció y  me vi rodeada de niños hostiles y de una profesora que no hacía caso de mis quejas, ni de mis lamentos. Además se sumaba a todo esto, la aversión que me tenía Julia, que multiplicaba por mil las dificultades para adaptarme a la nueva etapa de mi vida.

 

  Afortunadamente, me gustó el colegio o quizá lo convertí en el refugio para evitar altercados con los demás niños, pero fuera por lo que fuera, enseguida destaqué de entre la mayoría. Descubrí que tenía facilidad para retener contenidos y que la lengua me encantaba, las matemáticas, menos, pero también sobresalía por encima de la media. Así poco a poco me convertí en una alumna brillante, lo que carcomía de celos y envidia a Julia mucho más. Todos los cursos lo terminaba con las notas más altas de la clase y los profesores me ponían de ejemplo. Julia, sin embargo, era una alumna mediocre que conseguía aprobar las asignaturas con mucho esfuerzo.

 

  Maléfica puso todo su empeño en conseguir que yo no tuviera amigos. Yo le ayudé mucho con mi carácter hermético y el hecho de haber estado bajo la tutela de mi madre, desde pequeña hasta que llegué a la escuela, también jugó a su favor. Realmente no me importaba. Durante las clases yo prestaba atención a todo lo que explicaban los profesores y al salir de clase me iba corriendo a casa.

 

  Todo cambió un verano cuando empecé a notar una serie de cambios en mi cuerpo. Esos cambios que nos traumatizan a los adolescentes y que nos hacen odiarnos y odiar al mundo. Esto ocurrió entre el  final del penúltimo y el inicio del último curso de primaria. Una noche calurosa de verano, estando en el pueblo, al volver con mis padres de una romería, fui al baño y me encontré la ropa interior llena de sangre. Me asusté muchísimo porque hasta ese momento no sabía lo que era la menstruación. Mi madre me lo contó ese día porque no tuvo otro remedio. Se negaba a verme crecer, quería que fuera su niña eternamente. Así que como estaréis pensando, tampoco me explicó cómo eran las relaciones sexuales entre los hombres y las mujeres, afortunadamente entre lo que nos explicaron en el colegio y lo que me documenté, no me pilló tan incauta como mi menstruación. Otro cambio traumatizante en mi desarrollo fue que mi cara se llenó de granos purulentos, dándole un aspecto de queso gruyere. Cada mañana me miraba al espejo y me encontraba un grano nuevo. Recuerdo mi desesperación pensando en que no se me quitarían antes de septiembre y efectivamente, no se quitaron hasta que no pasaron unos cuantos años. Pero, afortunadamente, no todos los cambios fueron malos. Mi cuerpo se estilizó, crecí un montón, a la vez que la grasa que se había acumulado en mis caderas desaparecía de ella y aparecía rellenando mis pechos. No fui consciente de mi cambio hasta el día en que entré por la puerta de la escuela, preparada para afrontar mi último año en aquella jungla.




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