El trayecto más oscuro

Capítulo 15

Los dos meses siguientes, Hiena no se presentó ante el sargento Benavídez. La cama y el reposo se tornaron sus mejores compañeros. La paz de saber que ya no debía esforzarse por conseguir eso que tanto trabajo le demandaba. La habilidad para desviar su atención. Con la capacidad de negar un sentimiento que ni siquiera la misma Hiena entendía.

Sus heridas sanaron, sus músculos descansaron y su mente se perdió en los perezosos pensamientos de no anhelar nada y estar solo en el presente. No obstante, aunque no quisiera, en cada momento de tranquilidad, una comezón la hacía titubear. En efecto no se había olvidado por completo del impulso que provocaban unas ganas incontenibles de ir a la guerra. Las bombas, los estruendos, los heridos y los muertos, los soldados marchando, los demonios… Todo eso era más que suficiente para no olvidar.

El verano mantenía las calles de tierra calurosas. El polvo que volaba por el aire se pegaba al cuerpo como una peste espesa e irritante. Ese día, Hiena despertó hecha un asco. El sudor se pegaba a las sabanas, y el cabello un poco humedecido la obligó a tomarse un refrescante baño de agua fría. Al salir, se dirigió a la heladera y retiró una botella de leche. Se quedó sentada a medio vestir en su habitación, a pesar del calor que no se podía ventilar debido a la falta de una ventana. Mientras llevaba su desayuno a la boca, decidió tras meditar un buen rato, en que hoy se presentaría frente al sargento para la última prueba.

—Buen día —saludó Leonora que se había despertado hace un momento.

Hiena le regresó el saludo de manera automática. De haberlo pensado dos veces, no lo habría hecho.

En eso, pudo sentir como mordió sus labios. Se sintió angustiada por ello.

Tras cuarenta minutos de no hacer nada en su habitación. Se cambió su ropa de dormir por sus prendas de siempre. Cruzó la puerta que daba a sala principal y se encontró con su madre con la ropa del trabajo y lista para partir.

—Hiena, comienza a amasar que ya se hace tarde para la venta —dijo Orisma. Luego le indicó a su suegra—. Levante a su hijo y prepárele algo de comer.

—Hoy es la última vez que nos vamos a ver —contestó Hiena, impasible.  

Orisma volteó a verle la cara y entornó los ojos.

—¿Qué es lo que dijiste? —preguntó desconcertada.

—Estoy segura que escuchaste bien. Tu audición nunca fue mala. No me digas que es por la edad porque no te voy a creer.

—¿De qué estás hablando, nena? —intervino Leonora, levantándose de su lugar—. ¿Cómo que no te vamos a ver más?

Leonora intentó acercar su mano al hombro de su nieta, pero Hiena la detuvo agarrando su muñeca suavemente y alejándola.

—Ya lo decidí.

—¡No tienes derecho de decidir nada! ¡Ponte a trabajar inmediatamente y basta de juegos estúpidos! —estalló Orisma con un carácter abrasador.

Pero Hiena no entró en el juego exasperante de los gritos y pataleos

—Pueden vender mis cosas, o no sé. Ustedes vean —sugirió igual de apacible—. Voy a despedirme de papá y me voy con lo puesto.

—¡Sal de ahí! —gritó Orisma cuando Hiena entró al cuarto del padre.

Encendió el foco de luz y contemplo a su padre despierto.

—Me voy —avisó Hiena.

Su madre entró a los gritos al cuarto, pero Celesios la calló de súbito con un alarido digno de un carácter duro, cómo un militar dando una orden que no se puede incumplir. Orisma quedó boquiabierta, muda.

—Adiós, hija —se despidió—, pero antes de que te vayas, quiero que me digas una última cosa. ¿Me perdonarías? ¿Puede ser posible?

Hiena esperó a que terminara de toser y respondió:

—Jamás podría perdonar a alguien como tú, porque si lo hago, perdonaría a todos los implicados en este aparente sin fin. Aun así, no te desprecio. No voy a convertirme en lo mismo.

—Por favor, no te vayas… —suplicó la madre, con un hilo de voz muy diferente de hace un instante.

No hubo respuesta más que un: “adiós”. Su abuela no dijo nada. Se quedó sentada mirando el cabello y la espalda de Hiena marcharse para nunca regresar.

Y así como dijo, tal y como estaba, caminó por las calles, libre como ella creía que era. Y sin recordar desde que momento en específico fue que se convirtió en alguien capaz de manejar sus emociones, puesto que desde la última vez que miró para sus adentros, no era más que una niña muy alta y llorona. O puede, que su impresión de sí misma, siempre fue equivoca.




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