Llegamos al vaticano antes de las siete para evitar las filas. Todo era grande y esplendoroso. Las columnas, los muros, las cupulas, las estatuas y las fuentes. La plaza de San Pedro me quitó el aliento por un instante. La sensación que daba estar ahí en persona era increíble. Papá estaba como un niño en Disneyland. Nunca lo había visto tan feliz y tan vivo. Fuimos al museo primero. Hasta un ignorante inculto como yo, llegó a apreciar el magnífico arte que ahí se guarda. ¿Qué nos pasó como civilización que dejamos de crear semejante arte? Angélica al menos seguía atendiendo a mi papá tan bien como siempre y me abandonó por completo.
Lucio y Liliana nos alcanzaron al rato. Él vestía exactamente igual que antes. Ella llevaba una falda de cuadritos rojos, sus enormes botas, camisa blanca y corsé. Me saludó con un beso demasiado húmedo y prolongado. Luego me abrazo de forma inapropiada. Y, sí, eran suaves como cálidas almohadas. Las llevaba libres sin ataduras y rebotaban con cada paso que daba. Tenía una eterna sonrisa sugestiva y levantaba ligeramente una ceja al hablarte. Tratar de mantener la compostura era una misión imposible, pensaba en futbol, carros, armas, lo que fuera menos ella. Y ni hablar del contacto visual. Me enfocaba en sus aretes de cruces, o su gargantilla de cruz, sus lentes, su bincha roja, su otro collar con otra cruz más abajo... ups... ahí estaban mis ojos desviándose irremediablemente, otra vez. Casi podía sentir los rayos láser que Angélica disparaba con la mirada. Aunque ella evitaba hacerlo cuando yo la estaba viendo.
Obviamente Liliana no tenía interés en mí y esa era su forma de ser. No es que yo fuera feo, pero, vamos. Terminé charlando con Lucio para evitarla, era demasiada mujer para alguien tan insulso como yo. Él resultó ser un tipo interesante, aparte de estrafalario. Parecía conocer todos los secretos del lugar. Comentaba cosas en voz baja refutando lo que decían los guías. Caminaba como proxeneta con su bastón y con la espalda algo arqueada hacia atrás. No conocía a alguien que usara tanto las manos al hablar. Hasta refutaba lo que decían algunas placas en el museo. Y mientras más le irritaba el tema, más gesticulaba y más se le salía lo italiano. Era todo un caso ese tipo, parecía estar ebrio siempre. Arrastraba un poco la lengua al hablar y tenía los parpados algo caídos.
Pasamos por la Sala Regia y luego a la capilla Sixtina. El ambiente era sobrecogedor allá adentro. Las pinturas eran tan llamativas que uno no sabía para donde mirar primero.
—Es maravilloso, ¿verdad?, Gonzalo —dijo Lucio abriendo las manos hacia los lados—. Es fascinante como un ser con un periodo de vida tan corto puede imitar la belleza creada por nuestro padre con tan solo brochas y pintura.
—Sí, es increíble. No tengo idea de donde habrán sacado tanto talento.
—Es la inspiración divina —dijo él—. La fe mueve montañas y hace que los hombres caminen sobre las aguas.
Llegamos a aquella imagen de Dios y un hombre casi tocando las puntas de sus dedos. Nos quedamos ahí como mensos mirando hacia arriba un buen rato. Liliana dejó de sonreír por un instante. Tanto que me pareció nostálgica o triste. Levantó una ceja mirándome de reojo y volvió a su expresión normal.
Después del museo, pasamos a la basílica de San Pedro. Otro monumento al talento humano y al poder de la inspiración divina. La estatua de María sosteniendo a Jesús pareció afectarlos bastante, menos a mí, obviamente. Sabía que María era una figura muy respetada, pero no pensé que se pusieran tan sentimentales al verla.
Estuvimos andando hasta pasado el mediodía y fuimos a comer antes de entrar a ver al papa. Subimos muchas escaleras y pasamos por varios túneles y portones de aspecto medieval. Íbamos acompañados por dos guardias suizos. No de los que adornan afuera, sino de los que llevan armas y chalecos antibalas. La agencia había conseguido pases especiales y podíamos hablar con su santidad en privado sin más turistas alrededor.
Nos hicieron pasar a una oficina con una enorme alfombra roja en el centro. Tenía pinturas en las paredes y techo, cruces y candelabros de oro. Parecía una sala del museo. Nos sentaron en unas sillas muy cómodas y nos dijeron que el papa vendría pronto.
Su santidad llegó acompañado de un pequeño séquito de curas vestidos de negro con gorritos rojos. Caminó hasta su silla y se apoyó como para sentarse. Sus caídos ojos se abrieron grandes como los de un bebé asustado. Mi corazón se aceleró sin que yo entendiera lo que ocurría. Él tenía una mirada de espanto, pero a la vez, parecía asombrado. Se irguió y caminó hacia nosotros, mirándonos uno a uno. Hizo una mueca como de sospecha al pasar frente a Lucio y siguió rumbo a Micaela, Gabriel y Raffaello.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó él.
—No te preocupes, no tienes nada que temer. Aún no es momento de revelaciones. Por ahora busca un televisor. En las próximas horas ocurrirá algo de lo que debemos estar al tanto —dijo Gabriel.
—Verá, su santidad, el problema es que no estamos seguros de qué pasará, ni del momento exacto.
—¿Y aquel hombre? ¿Viene con ustedes? —dijo el papa mirando a Lucio de reojo.
—No, pero viene por lo mismo —respondió Gabriel.
El papa dio la orden y buscaron una computadora para poner los noticieros. Papá y yo quedamos sentados hasta el fondo del grupo junto a Angélica, quien parecía más distante que nunca.
—Psst, Angélica. ¿Puedes decirme que pasa? —pregunté—. Es obvio que tú sabes algo que yo no.
—No puedo, lo siento. A su momento se te revelara todo lo que sabemos. Nosotros tampoco conocemos todo lo que ocurre ni lo que ocurrirá.
No ocurrió nada de inmediato. El ambiente se relajó bastante y pudimos conversar con el papa por fin. Cayó la noche y seguimos en aquella habitación. El papa nos invitó a cenar, la comida del vaticano era espectacular. En un momento, el papa se quedó solo mirando por una ventana. Me le acerqué con disimulo y le hablé en voz baja.
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Editado: 02.12.2023