Estar frente a la tumba de quién lo había criado era arrebatador. Ver la piedra con su nombre grabado le había cortado la respiración a Andrés. Las lágrimas caían por sus mejillas y todo el dolor lo azotó de golpe.
Había tomado la decisión de ir solo. Solo para poder llorar y dejar ir todo aquello a lo que se había aferrado.
Sabía que con su regreso ella ya no estaría. Había sido imposible que su abuela viviera todos estos años. No con su edad ya avanzada y los problemas de columna. Ya en aquellos años en los que él había sido joven, la había visto sufrir en silencio las dolencias que con la edad comenzaba a adquirir.
Miro la lápida, su nombre grabado, la fecha. Todo dolía. Dejó las flores y se sentó, sin despejar los ojos de esa piedra. Si alguien le preguntaba a Andrés cómo se sentía en ese momento, estoy seguro que les respondería: «—Estoy destrozado pero aliviado, de que su dolor se detuvo. Que ahora descansa en calma junto a mis padres. Debe de haber tenido una bienvenida cálida en el paraíso, una reunión íntima de la que espero dentro de muchos años también formar parte. Siento que la veo, aquí a mi lado, dándome una última mirada. Sonriendo de esa manera que solo ella sabe, esperando el momento adecuado para recordarme que aún me queda mucho por vivir y que debo agradecer de esta segunda oportunidad…»
Eso era lo que su alma susurraba, las palabras que no lograba vocalizar pero que su corazón gritaba con emoción.
Carraspeó, tomando ligeramente el cuello de su camisa y estirando la tela, como si de esa manera el aire ingresará a sus pulmones con menos pesadez. Trago saliva y separó los labios, sin saber cómo comenzar.
Necesitaba está despedida, este soltar para que ambos pudieran avanzar.
Porque soltar es amar, y él la amaba como nada más en el mundo.
Así que comenzó con aquello que sabía que le interesaría más.
—Conocí a una mujer —sonrió con tristeza—. Se llama Catrina y es increíble, la amarías, estoy seguro. Ella ya te ama, aunque no te conoce pero puedo verlo en sus ojos cada vez que le hablo de ti. Sus ojos miel se iluminan, se llenan de emoción, como si fuesen íntimas amigas —sus dedos tocaron su nombre con adoración—. Fue algo repentino lo nuestro. Si no fuera por Catrina, hubiera muerto esa noche, ella hizo un trato para salvarme. Para salvarnos —se detuvo, con un nudo en su garganta ante la verdad que estaba por decir. Lamió sus labios, y lo soltó—. Estuve resentido con ella un tiempo y se lo que dirás; fui un idiota. Lo sé. La trate horrible, no merezco siquiera que me haya perdonado, y me costó mucho volver a ser merecedor de su amor, aún creo que no la merezco lo suficiente. La amo. Aprendí a hacerlo con el tiempo. De la manera correcta. De la forma única en la que ella lo merece.
Si él fuese capaz de ver más allá, podría ver a su abuela sonreír a su lado, dejando caer su mano sobre la suya con dulzura, orgullosa del hombre que ha criado y del amor que ha encontrado. Si él pudiera escuchar lo que él viento se lleva, sabría lo siguiente: «—Es bueno reconocer que te has equivocado, muchacho. Me alegro que con mi ausencia hayas sido capaz de encontrar a alguien que llene ese vacío que mi muerte ha dejado. Es un hueco que jamás se llenará de nuevo pero que puede ser sanado. Cuéntame más sobre esa niña tan bonita que tu corazón ha conquistado. Esa mujer que ahora le hará honor a nuestro apellido. Cuéntame todo…»
—Te extraño, cada día, cada hora, cada minuto, tu me haces falta. Extraño tomar el té de la tarde contigo, con esa cucharada de miel que siempre agregamos. Esas largas tardes de hablar, de charlar, en las que me insistía en conocer el mundo pero yo solo negaba, incapaz de dejarte. Eres mi única familia y no podía abandonarte. Te extraño tanto que hay noches en las que no puedo dejar de pensarte —su mirada se cristalizó de nuevo y con pesar la soltó—. Te amo y por eso te digo adiós.
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—Aquí está —dijo Nicolás mientras se bajaba del auto. El vehículo era un poco viejo y quizás anticuado, y Andrés aún no se acostumbraba al cambio de los carruajes a estas cajas de hojalata. Era desconfiado cuando se trataba de meterse dentro e ir por la ciudad por ahí en el. Aunque a Catrina le había encantado, a él todavía le costaba bastante encontrarse en esa nueva realidad.
Los primeros días fueron difíciles, llenos de preguntas, de suspensos y descubrimientos. Los pequeños tres niños apenas quisieron mantenerse lejos de ellos, como si los amantes fuesen más interesantes que los regalos navideños que bajo el árbol habían encontrado.
No, ellos eran más atractivos.
«—¿Cómo es que se ven tan jóvenes?
—¿Qué comían?
—¿De verdad son reales?»
Y muchas preguntas más que mareaban a Andrés, queriendo darle respuesta a cada una de ellas, de esa forma también saciando la curiosidad de los adultos que no se atrevían a preguntar.
Cuando cerró la puerta del auto, le dedicó una mirada a la espalda de su amigo. Admirando los cambios que había en él, tratando de encontrar al hombre que aún gobernaba la mayor parte de sus memorias.
Nicolás tenía puesto un sweater sin mangas de lana. Su barriga resaltaba y sus pantalones caídos y sueltos. La imagen le afectaba más de lo que quería admitir, como es que cuando eran jóvenes se habían prometido estar en la vida del otro y sin darse cuenta, esta vida ya había pasado y pronto se tendrían que despedir nuevamente. Para siempre.