Era sábado por la noche y el momento de la inauguración del Odeum se acercaba. Sullivan, sólo porque la ocasión así lo ameritaba, iba vestido con sus mejores prendas, las únicas elegantes que poseía y que en rara ocasión estrenaba. Su padre, iba vestido muy formal, algo propio de él, ya que siempre se mantenía en impecable estado debido a las múltiples reuniones a las que debía asistir en el castillo.
Habían sido muchas sus negativas, pero al final terminó accediendo y haciendo caso a su padre. Sullivan hubiera preferido marchar al Odeum por su propia cuenta, pero Lyre lo convenció de asistir en la carroza real. No había vuelto a subir a ella desde hacía seis años, específicamente desde el fallecimiento de su madre. En aquel último viaje, tuvo que compartir el trayecto de camino al cementerio junto a Wheeler. En esa ocasión habían discutido acaloradamente y Lyre tuvo que interceder y reprenderles. Había prometido que nunca más se subiría a la carroza, después de todo alguna vez en un futuro se convertiría en el vehículo de desplazamiento exclusivo de Wheeler. Sin embargo, dadas las últimas circunstancias y la enfermedad de su padre, estaba dispuesto a romper aquella promesa una última vez.
La carroza era lujosa, digna de un rey como lo era Lyre. Además, veloz y con asientos bastante cómodos para permanecer sentado durante largas travesías. Por delante, era tirada por dos caballos de la mejor estirpe, nada que ver a los que Sullivan frecuentaba utilizar en su trabajo. Contaba con una muy buena iluminación, ya que tenía dos candelabros minuciosamente labrados en bronce que en su interior contenían velas con el suficiente grosor para perdurar toda una noche de viaje. Tenía cuatro ventanillas, cubiertas por una gruesa capa de tela de color bordo que impedían que la luz del día se filtrara hacia el interior del vehículo. Desde una de ellas, Sullivan observaba la espesura que rodeaba al camino. El chófer, que iba sentado afuera, dirigía los caballos hacia la entrada del centro de Babhur. Estaban ya demasiado cerca de su destino, el Odeum.
Sullivan observaba a los otros carruajes estacionados. El acto de inauguración constituía un evento de la alta sociedad que reunía a los personajes más destacados e influyentes y, además, sería uno más que se añadiría a la agenda cultural de Babhur. Oculto detrás del cristal, miraba hacia la larga fila de asistentes, que iba desde pomposos caballeros de lo más bien arreglados, quienes lucían costosos sombreros, bastones con empuñadura de plata y anillos de oro con gemas incrustadas de rubí o esmeralda. Sus damas acompañantes también destacaban y se pavoneaban como en una competencia silenciosa, pero a la vez muy reñida. Iban exageradamente maquilladas y ostentaban caros vestidos bordados de joyas, perlas y piezas caras de alta costura. Sullivan no solía relacionarse con ese tipo de gente, donde las apariencias engañaban y lo constituían todo.
Se sintió un poco apenado ante tanto despliegue de elegancia dado que no solía frecuentar esa clase de ámbitos. Sin embargo, su corazón casi dio un vuelco cuando percibió que la carroza se había detenido por completo. Alguien maniobraba la puerta desde el exterior y pronto su padre se hallaba descendiendo del vehículo. Luego, fue su turno. Los colores subieron a su rostro cuando tuvo que enfrentarse al mundo exterior y a las miradas depositadas en él allá afuera. Una extensa fila se apartaba y daba paso al rey y a sus acompañantes, es decir, su hijo. En los pocos pasos que recorrió hasta la entrada miró extrañado cómo hombres y mujeres, de distintas edades, dedicaban reverencias en honor a ellos.
El asistente que les había abierto la puerta los dirigía ahora a sus respectivos asientos. El Odeum era un amplio edificio con una arquitectura exquisita con acabados ornamentales y puramente estéticos que embellecían el ambiente al igual que la iluminación. Contaba con dos pisos, siendo el segundo el más importante, pues era dedicado exclusivamente para los anfitriones más relevantes y para la nobleza. El primer piso se diferenciaba porque los espectadores se sentaban en cualquier ubicación sin un patrón establecido. Una vez que el rey y su hijo subieron al segundo piso, tomaron asiento en sus lugares predeterminados.
Les tocó ubicación en el palco derecho enfrente del izquierdo. Fueron de los primeros en entrar y, desde allí, podían obtener un amplio panorama visual de quienes llegaban y tomaban asiento. En el centro, un telón grueso y ondulante ocultaba la escenografía que había detrás.
Sullivan no reconocía a nadie, pues no conocía a muchos del círculo de su padre, así que se concentró en el foco sobre el que estarían puestas todas las miradas. Su agudo oído no lograba escuchar nada proveniente de los alrededores. No obstante, allí detrás, había mucha exigencia de parte de los artistas para cumplir con el espectáculo inaugural, así como también sentían casi la misma presión los encargados de vestuarios, efectos especiales, iluminadores, entre muchos otros.
Una vez que el Odeum cerró sus puertas, las luces se apagaron y el público se mostró mucho más atento por el show que se avecinaba. Una tenue luz se proyectaba sobre el palco en donde se encontraban Sullivan y su padre. Pocos minutos pasaron hasta que el centro del Odeum se iluminó y el telón se levantó por completo. Allí apareció el anfitrión, quien dedicó unas palabras para los presentes, y en especial, para el rey por reconstituir el establecimiento. Luego de la formal bienvenida, presentó el show que primero sería encabezado por uno de humor y después de magia.
El espectáculo dio comienzo con actores representando diferentes situaciones cómicas y de lo más variopintas y descabelladas que causaban risa, comentarios resonantes entre la multitud y alguna carcajada de lo más inesperada. A medida que el show transcurría, Sullivan olvidó un poco sus preocupaciones del día a día y la grave enfermedad que aquejaba a su padre. Todo fue reemplazado en ese instante por una chispa de felicidad al compartir con su padre aquel momento tan agradable.
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Editado: 26.04.2024