-Llegas quince segundos tarde. -le espetó Yorch, mientras aviva la fragua con un fuelle manual.
-He llegado a la hora de siempre, solo que con un leve retraso. Me pondré a trabajar de inmediato. -El herrero lo miró de soslayo, al cabo que dejaba el fuelle y tomaba su pesado martillo de hierro.
Yorch era alguien alto, esbelto, de una barba larga y ancha de color negra. Usaba unos lentes apretujados y una gorra de lino grisácea, por el polvo y la ceniza. Su ropa, la cual destacaba por su delantal delantero de color amarillo y sus guantes color gris, abrillantaba la oscura paleta de colores que recubría su local, totalmente abierto de par en par, de modo que el aire y las personas pudieran entrar. Las herramientas se posaban tenuemente sobre el techo. Las espadas pedidas por nobles y burgueses descansaban a un costado del largo mostrador que daba cara a la calle adoquinada del distrito. Por otro lado, las herramientas; palas, picas, azadas, martillos, clavos, entre otras cosas, yacían tiradas en el suelo de barro que llenaba los confines del amplio y descubierto local. Solo los pilares de madera que hacían de soporte, podían funcionar como pared. Yorch era un tipo honesto, ceñudo, duro como la piedra misma que ahora recubrían como costras sus endurecidas manos. Siempre que Ritz llegaba, Yorch tocaba una campana sobre el mostrador; era algo extraño, pero solía hacerlo sin falta siempre que su mejor y único empleado desde que había abierto la tienda treinta años atrás, llegaba tarde.
Las gentes pasaban mirando la tienda, en tanto el herrero trabajaba el metal que tenía a mano. Ritz tomó un martillo y unas pinzas. Cada cierto tiempo, sacaba de la fragua una larga hoja fina de acero nalgiano. Estando al rojo vivo, golpeaba varias veces la parte de la hoja en un desgastado yunque negro, con un martillo pesado que expandía el acero de la hoja, dejando escapar chispas por doquier. Yorch no hablaba, ni tampoco solía quejarse. Desde la mañana, cuando abría el negocio, hasta entrada la noche, cuando lo cerraba, no pronunciaba palabra, ni a Ritz ni a nadie que pudiera distraerlo. Solo los compradores o los proveedores de acero de tierra del este, podían sacarlo de su perfecta disposición hacía su oficio. Morgan lo conoció una tarde que volvía de Carchjal, la ladera del crepúsculo, lo que antes era la ciudad de Melias. El herrero discutió con dos o tres soldados de la guardia real y un noble mensajero. Aparentemente, el rey exigía a todos los herreros y aquellos que trataran el acero, formar un vínculo, un conjunto de personas que pudiera producir en masa las armas que él pedía. Lógicamente, las armas producidas irían destinadas, no a la protección de la ciudad, sino a la exterminación de la especie urughikar que, al cabo de dos meses, fue exterminada por completo por los humanos, en una guerra sin sentido. Yorch se negaba fuertemente a unirse al conjunto de herreros, a cooperar con el rey en una masacre sin sentido, por el solo hecho de expandir el territorio humano sobre las tierras de Youngdoor y Queenground, al sur del continente. Dichas tierras les pertenecían a los ancestros directos de los elfos, los urughikar, que se oponían vigorosamente a abandonarlas o perderlas. Finalmente, Yorch fue puesto en la lista negra como un traidor y desertor del reino de Baltia, y si bien podía seguir viviendo y trabajando allí, no podría tratar con el acero de Baltia. De esta forma el rey se percataba de que en pocas semanas su negocio quebraría. Pero Morgan, que había escuchado y visto todo, ayudó al pobre herrero, tomando sus contactos de Nalgia, para que su local no se fuera a la ruina.
Y así fue como Yorch prosperó ante todas las dificultades impuestas por un estado nefasto y corrupto, para nada comprensivo e imparcial. Cuando Morgan mandó a Ritz a la academia de preparación física, a la edad de doce años, le pidió al herrero que cuando volviese, trabajaría para él. Y este último aceptó, sin discusión, y de buena gana. Es por eso, que Ritz no tenía por qué hablar con su jefe, ni pedirle un aumento, siquiera comida o descansos rotativos. Para nada. El herrero estaba satisfecho con la decisión tomada, con tener a un ayudante, hijo de la persona que lo salvó de la ruina. Ritz podía renunciar cuando quisiese, y seguiría tratándolo como lo que era; una buena persona.
-Hace demasiado calor. -protestó el muchacho, con su camisa empapada de sudor. Tenía la cara negra y las manos le escocían. Hizo el amague de enjuagar la cara con el sudor de su frente, pero apenas le bastó, y la negra capa de humo que tenía empezó a desparramarse por doquier. -Si fuera un mago o un elemental de agua, haría aparecer una bañera de agua helada en este preciso instante. -Yorch, a un costado de él, río un instante. - ¿Y si contratamos a un mago de viento? Nos ventilaría con ganas, ¿no crees? -El herrero asintió con un tenue sonido. -Esas de allí -señaló Ritz, las espadas colocadas de pie contra un pilar de soporte. - ¿Son para los vastos confines de Yeilord, no es así? -El herrero volvió a asentir, con el mismo sonido. - ¡Vaya! Tendremos trabajo entonces.
Yorch consiguió que unos clientes de Yeilord, más al norte, entre las montañas que cubren el paraje de Sobaru y que llevan hasta la Torre de Suxxitox, en las lejanas tierras heladas de Lovreg, encargaran ciento treinta espadas de acero nalgiano con mango de cedro. Posiblemente, quisieran las armas para batirse a duelo contra los norteños del lugar; humanos de aspecto taciturno, serenos, muy enanos, que protegían los baluartes del polo norte, donde antes se ubicaban, en la época de antaño, los volcanes magnéticos de Lovreg. Hubo una expedición baltiana hacia los baluartes que intentaba explorar los resquicios que daban como entrada a las cámaras subterráneas de piedra volcánica, las cuales, descienden cientos de miles de kilómetros por debajo de la superficie terrestre. Las temperaturas heladas de la superficie quedan opacadas inmediatamente por el calor extremo que funde el acero y arde en llamas cualquier tela de lino o manta hecha de lana. Los pocos sobrevivientes de la expedición contaron con sorna la manera tan asquerosa con la que sus compañeros morían, fundiéndose sus armaduras con la propia piel de sus cuerpos. Estaban conmocionados por el hallazgo encontrado en las profundidades y las treinta muertes ocasionadas por el descubrimiento. Una mina, enorme, en forma de cono invertido, repleta de diamantes y rubíes. Pero lo más impactante del caso, no era el descubrimiento de diamantes, sino el hallazgo de vitrilium.
Editado: 27.07.2023