El Último Oráculo

CAPITULO 8.-

Sus compañeros lo dejaron solo con la bebe.

Gabriel tomó una respiración profunda y sacó su daga de plata del cinturón, aquella que era especial para ese tipo de trabajos. Esto sería rápido y efectivo. Esa niña estaba marcada desde antes de nacer y según las profecías escritas por el oráculo, si ella moría ahora, se evitaría un derramamiento de sangre en el futuro.

Aunque, no solo era una bebe indefensa, también era la última heredera al trono de la Luna.

Sacudió la cabeza y alzó la daga para apuñalarla. El astro nocturno arrancando destellos plateados de su arma. Cerró los ojos y bajó el cuchillo. El arma nunca tocó a la niña. Gabriel la detuvo pocos centímetros antes de llegar a la tierna piel de la criatura.

Tomó a la pequeña entre sus brazos y se adentró más en el bosque, esto sería rápido. Si él no tenía el valor suficiente para matarla, entonces una de las criaturas del bosque sí.

Gabriel se detuvo en seco de su carrera. Frente a él estaba una mujer de un aspecto hermoso, se atrevió a pensar en que no era digno de observar tal belleza. Ella lo miraba con curiosidad, sus ojos oscuros iban de él a la niña.

―Extraña noche la que elegiste para pasear por el bosque― dijo la mujer. Una voz que sonaba en todas partes y en ninguna.

―Estoy de paso.

―Y nos dejaras un presente por lo que veo. Y no cualquier regalo, se trata de la última de su especie ¿De verdad quieres deshacerte de ella?― En su tono no había acusación, más bien curiosidad pura.

Gabriel se encontró asintiendo.

―Los humanos son criaturas tan extrañas― murmuró la mujer―. Dame a la niña. Yo lo haré por ti.

― ¿A cambio de qué?― exclamó Gabriel lleno de ira mientras retrocedía dos pasos― ¡Ustedes! ¡Tú y tu asqueroso pueblo están llenos de trampas y de mentiras!

La mujer caminó hacia él, parecía que sus ligeros pies flotaban sobre el musgo, sus largas y perfectas piernas hacían que el guerrero pusiera a prueba su autocontrol.

―Solo pediré una cosa a cambio y esa es que cada vez que la luna brille como lo hace ahora, vengas a verme y hables conmigo. Yo y mi asqueroso pueblo estaremos agradecidos.

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Adam hizo un movimiento de cabeza en dirección a su hermano, un claro mensaje de que no entraría con ellos a la sala del trono. Él nunca se enfrentaría a la reina sin una roca protectora. Tenía demasiados secretos que ocultar.

Respiró profundo mientras avanzaba por las escaleras para llegar a la torre. Esperaba que sus habitaciones estuvieran lo suficientemente limpias como para simplemente descansar. A pesar de que ya estaba acostumbrado a Lancuyen, sus piernas dolían, pues el viaje y todas las peleas al fin decidían cobrarle factura a su cuerpo.

Terminó de subir los escalones, deteniéndose únicamente en la ventana de la torre, aquella que lo dejaba ver parte de los jardines. Ahí estaban los hijos pequeños de Bertrán. Ellos jugaban con espadas de madera. Adam supuso que el mayor pronto estaría en edad de recibir una espada de verdad.

Frunció el ceño a esa imagen, pues le traía dolorosos recuerdos, y continuó su camino. Empujó la puerta de su habitación y encontró la ventana abierta. Deseó golpear su cabeza contra la pared, pues ese había sido un descuido suyo y le tenía prohibido a toda la servidumbre el entrar a sus habitaciones cuando él no estaba.

Adam se quitó las capas de ropa, el polvo del lugar mezclándose con la suciedad del viaje que aún cubría su cuerpo. Aguantó la respiración y fue hasta la habitación continua, dónde había una bañera grande.

Llamó dos veces con una de las campanas y esperó hasta que tres mujeres de la servidumbre llegaron. Una mujer mayor, una joven comprometida y otra que le daba miradas divertidas. Él ni siquiera sabía qué imagen le ofrecía, pues estaba vestido únicamente con la camisa blanca llena de lodo y un pantalón más que sucio.

—Traigan agua caliente— ordenó y tomó uno de los libros que estaba sobre la mesa junto a la ventana—. También limpien un poco, sin tocar las cosas personales—añadió y continuó mirando los papeles y libros, apretando fuerte aquel que tenía en la mano, preguntándose en que parte de su investigación se había quedado.

Escuchaba a las mujeres trabajar, cambiar las sabanas de su cama, quitar el polvo de los muebles y acarrear el agua caliente. Cuando ellas terminaron, Adam cerró el libro y se dirigió en concreto a la mujer mayor.

—Voy a descansar—dijo en voz alta—. Cuando la vuelva a llamar quiero que traiga comida y vino.

La mujer asintió y tomó a las dos jóvenes para sacarlas de la habitación. Una de ellas estaba muy callada, tanto que Adam se preguntó si aún conservaba la lengua, o si había estado durante aquella época oscura en el palacio, cuando la primera reina se había vuelto loca.

Adam entró en la bañera cuando las mujeres se fueron. Retiró toda la suciedad de su cuerpo y se quedó hasta que el agua se enfrió. Al salir se cambió con ropa cómoda, un pantalón holgado y una camisa blanca, sus pies descalzos contra el frío suelo. Y se dio cuenta de que las sirvientas habían dejado la ventana cerrada.

Frunció el ceño, eso le molestaba, no le gustaba estar completamente encerrado. No era por el hecho de un miedo sin explicación, sino porque en su entrenamiento le habían enseñado a siempre tener una ruta de escape.

Empujó las ventanas y sintió como el aire fresco entraba. Un repentino cambio en la habitación.

—Pensé que querría algo de compañía— murmuró una voz femenina a su espalda.

Adam sonrió y giró para verla. Una de las sirvientas, la había escuchado entrar, cada una de sus pisadas en los escalones de la torre.

—Pedí algo de comer— dijo y se acercó a ella.

La joven se había cambiado, y claramente también limpiado un poco. Sus mejillas estaban sonrojadas mientras dejaba caer el vestido sobre la alfombra. Adam se puso de pie frente a ella y pasó la mano por su brazo, para luego tomarla de la cintura y acercarla a él, rozando los labios de la joven con los suyos. La joven levantó la mirada para encontrar los ojos de Adam, y fue dónde él la soltó.




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