El Último Oráculo

CAPITULO 11.-

Los jardines flotantes del Palacio eran maravillosos. Amaris descubrió que le gustaba estar ahí, incluso más que en la biblioteca.

Había puentes de madera, paredes forradas de enredaderas y fuentes perdidas entre los suelos de los jardines. Se sorprendió de que el agua de todas ellas fuera cristalina, lista para beberse. Si miraba hacia abajo desde uno de los puentes colgantes, podía ver los grandes lagos que rodeaban el castillo. Los jardines por si solos eran una maravillosa obra de arte. La vida gritaba en cada lugar que miraba. Aves, plantas, agua y algunos insectos.

Los había descubierto después de que pasara un mes enclaustrada en ese castillo. Y era el único lugar al que Abel no la seguía, quizá porque era difícil escapar desde ahí, ya que se necesitaba saltar y Amaris estaba un cien por ciento segura de que no sobreviviría a esa caída.

Se detuvo a la mitad de uno de los puentes, abrió los brazos y cerró los ojos. El viento golpeó su cara, alborotó su cabello y movió el ligero vestido que había encontrado entre la ropa de la servidumbre. Amaris le sonrío al viento y a la brisa fresca. No se había sentido así de libre desde que bailó desnuda bajo la lluvia en el bosque.

—De verdad es una vista espectacular ¿No lo crees?— preguntó alguien.

Amaris abrió los ojos y se tambaleó un par de veces debido a la sorpresa. Recuperó el equilibrio y miró a la joven a su lado. Ella vestía uno de esos feos, pesados y calientes vestidos, como los que Amaris debía vestir, como los que la reina había ordenado que enviaran a su habitación.

Pero se sentía más cómoda con la ropa que usaba en ese momento, un ligero vestido gris que se arrastraba, con un bordado blanco en el pecho. Y su cabello tan corto y desigual, no parecía necesitar o soportar algún tipo de arreglo, como el de aquella joven.

El vestido que la joven de la nobleza llevaba, era de un color verde oscuro, con bordados en color dorado y un peinado bastante apretado. Aunque ella vestía de esa forma y estaba arreglada, Amaris se dio cuenta de que su semblante lucía un poco enfermo.

—Lamento haberte asustado, pero iba camino a la sala de sanadores cuando te vi caminar hacia acá...Y pensé que sería la oportunidad perfecta de hablar contigo.

Amaris simplemente la miraba, de arriba hacia abajo y de vuelta ¿Quién era y por qué le hablaba con tanta confianza? ¿Acaso pensaba que era una sirvienta?

La joven sonrió y miró al frente, hacía la extensión de los jardines.

— ¿Sabías que cada parte del castillo tiene una conexión con otras áreas? Por ejemplo— explicó, dejando de sonreír con sus labios, pero conservando la alegría en sus ojos—. Al terminar los jardines, puedes encontrar los aposentos del príncipe Arles, pero si decides moverte por los calabozos, encontraras pasajes que llevan hasta las tierras de Bertrán, y en la sala del trono hay un pasaje que lleva a las habitaciones reales, para cuando los reyes no quieran caminar entre la corte y sus súbditos. Y hay muchos más. También, entre los pasillos hay ciertas áreas que llevan a lugares protegidos y estos a su vez están conectados con la sala de sanadores...

— ¿Los has recorrido?— preguntó Amaris con curiosidad, interrumpiendo a la joven.

Pero parecía que no le importaba ser interrumpida.

—No— dijo con amabilidad—. Pero he leído mucho al respecto. He vivido muchos años en este castillo, y mi salud no permite cierto tipo de actividades, así que supuse que podía aprender de formas diferentes a los otros.

—Eres una princesa— concluyó Amaris.

—Me temo que te equivocas. Mi madre es esposa del rey, pero no llevo sangre real en mis venas. Soy tan princesa como tú— aseguró y comenzó a caminar hacia el final del puente, donde había una banca para descansar. Amaris la siguió—. Mi nombre es Coná.

Amaris tomó asiento al lado de la joven y miró al frente, hacía los colibríes picando las diferentes flores. Había tantos colores en esa imagen que perdió la concentración por unos segundos. Y en su mente resonaron las palabras de Adam, sobre nunca bajar la guardia con estas personas.

Pero Coná parecía muy amable.

—Creo que no necesito presentarme— dijo Amaris después de un momento—. Gabriel me dijo que podía hablar contigo sobre temas que a nadie más le importan.

—Efectivamente— sonrió Coná—. Es curioso como todos quieren entrenarse para ser más fuertes, cuando la verdadera espada en estos tiempos, es la información.

Y en ese momento, Amaris decidió que Coná le gustaba, pero que no iba a confiar del todo en ella.

—Encontré un libro el otro día en la biblioteca— comenzó Amaris—. Pero está incompleto, leí en los registros del erudito que la siguiente parte de ese libro se encuentra en la biblioteca de la familia real.

Coná parpadeó un par de veces.

—Me parece que te refieres al libro del Guardián. Y si, está en la biblioteca real, y no, no tengo acceso a ella.

Amaris resopló un poco fastidiada, si Coná no tenía acceso a esa biblioteca, entonces no le importaba mucho tener esta conversación.

—Pero como te dije antes— continuó Coná—. El castillo completo está conectado por pasadizos.

Eso llamó su atención sobremanera, nunca se imaginó que hubiera pasadizos hacía la biblioteca real.

—Hace años que tuve ese libro entre las manos, pero perdí el interés cuando supe que los Guardianes y los Oráculos se habían extinguido. Desaparecieron de un día para otro, se disiparon igual que la niebla al salir el sol.

— ¿Podrías conseguirlo para mí?— preguntó Amaris, sintiéndose estúpida por tener que pedir un favor—. Lo pagaré, no tengo oro, pero... puedo cambiarlo, un favor a cambio de otro.

Amaris había aprendido eso con el Ser, porque el mismo Ser del bosque le había dicho en una ocasión, que no se necesitaba del oro para sobrevivir, ni para levantar reinos o derrumbarlos. Muchas veces solo se necesitaba deber favores o convencer a los demás de pelear por tus ideales. Como lo había mencionado Coná, con información.




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