Adam podía sentir sus ojos pesados por el sueño, su cabeza caía hacía atrás cada vez que cerraba los ojos. El dolor de cabeza iba a matarlo si no iba con Julián pronto, tal vez él tuviera algún remedio para la resaca.
—... eso es lo que pienso, además, la reina...— continuaban hablando las mujeres de la corte.
El guerrero había pasado la noche con una de esas esclavas de la taberna, después de acabar con ella, volvió al castillo, pero para su mala suerte, Gabriel estaba entrenando bajo la luz del amanecer.
Su mentor había parado de entrenar, simplemente mirándolo. Adam sabía que no le iba a dar un sermón, Gabriel nunca había sido de sermones. Era un hombre de palabra, de eso no había dudas. Era muy extraño que su maestro hiciera una promesa, pero cuando llegaba a prometer algo, lo cumplía. Durante muchos años, Adam solía escapar de él, pero Gabriel siempre lo encontraba y lo arrastraba a sus entrenamientos. Su mentor era, un hombre de acciones.
Gabriel simplemente le había dado la espalda a Adam, y el joven lo tomó como un buen indicio, creyó que tal vez su maestro al fin se había rendido con él, pero respecto a Gabriel, una vez más, Adam se equivocó.
Por la mañana, mientras él dormía placenteramente, alguien entró en sus habitaciones sin mayor problema. Adam estuvo a punto de pelear, pero se dio cuenta de que era el Capitán de la Guardia. Un hombre más o menos molesto al que Gabriel respetaba.
El Capitán estaba ahí para solicitar los servicios de Adam. El guerrero se vistió rápidamente, creyendo que se trataba de una misión en la que le pagarían, pues había gastado mucho oro en la taberna la noche anterior.
Ahora, de pie en el salón de damas de la reina, el guerrero se daba cuenta de que no estaba cumpliendo una misión, más bien un castigo.
Gabriel le había pedido al Capitán de la Guardia que lo llevara a vigilar a las damas de la corte, mientras Adam trataba de luchar contra el sueño y la resaca.
El salón era de color rosa pálido y algunos toques en oro. Se preguntó porque la temida reina utilizaba esos colores y no la sala de tortura. Para él daban el mismo resultado: Obtención de información.
Ignoró la coqueta caída de ojos de una de las jóvenes damas y bostezó. Uno de los guardias carraspeó en su dirección para darle una lección de buenos modales.
¡Al diablo los buenos modales!
—Mis señoras— dijo Adam con una reverencia—. Me encantaría pasar más de mi valioso tiempo en compañía de tan distinguida categoría y belleza. Pero el deber llama. Ha sido un placer.
Y entre risas y suspiros, Adam atravesó la habitación y salió casi dando un portazo. Afuera había otros dos guardias, quienes le regalaron una sonrisa de complicidad y negativas de cabeza.
Adam se encogió de hombros y se dispuso a caminar por el pasillo, para ir a los jardines. Necesitaba entrenar un poco si no iba a quedarse dormido.
Llegó con pasos lentos y medidos hasta la armería, otro de los puntos malos de hacer vigilancia en el salón de damas, era que no lo dejaban usar armas, un completo suicidio. Tomó una espada corta y otra larga. Eso le serviría para comenzar con el calentamiento. Entró en la torre de los asesinos y se cambió su ropa de la corte por un sencillo traje para entrenar.
Se dio cuenta de que el sol estaba demasiado alto, quizá era medio día. Soltó un resoplido y entró al círculo que estaba detrás de la torre, aquel que solamente usaban él y Abel. Se colocó en el centro y cerró los ojos, sosteniendo las espadas, una en cada mano.
—Los mensajeros de la oscuridad corren al interior del bosque...
Adam hizo un corte en el aire con la espada corta.
—Engullen todo lo que está en su camino...
Giró sobre sí mismo, empuñando la espada larga hizo tres giros, para luego apuñalar a su oponente imaginario.
—Sus ojos pueden ver absolutamente todo. Y tú tienes que cazarlos, antes de que te encuentren.
El guerrero sentía el sudor resbalar por su piel, el sol calentar la cima de su cabeza, las ampollas de sus manos ganadas en la última misión, se reventaron por la fuerza con la que sostenía las espadas.
—Sin piedad— susurró Adam y cortó el aire.
Dio dos pasos atrás y evitó un ataque imaginario.
—Sin honor— gruñó por el esfuerzo y dio una voltereta en el aire para apuñalar a su enemigo en la espalda.
—Sin esperanza...— dijo y levantó la espada. Pero al dejarla caer, el sonido del metal contra el metal lo hizo abrir los ojos y retroceder.
—Sin amor— Gabriel completó el juramento de los asesinos.
Adam sentía la respiración agitada.
— ¿A que debo el honor? ¿No tienes reclutas que atormentar?— preguntó el alumno.
Gabriel giraba en su mano una espada corta, con la experiencia que solo los años podían dar.
— ¿Aprendiste algo importante en tus horas de vigilancia?
Adam colocó ambas espadas al frente, y giró dentro del círculo, su mentor siguiendo sus movimientos. Si algo sabía, era que Gabriel siempre atacaba cuando menos lo esperaba.
—Si— contestó el joven y sintió el sudor resbalar hasta sus ojos, pero no se dio el lujo de parpadear—. Aprendí que el color rosa puede ser de diferentes tonos de rosa. Por ejemplo: No puedes mezclar rosa claro con rosa viejo y dorado al mismo tiempo.
Gabriel dio un paso al frente y Adam retrocedió. Abel era conocido entre los hombres del rey como la ira de los dioses. Porque cuando estaba en el campo de batalla, parecía ser otra persona.
Pero para Adam, todos tenían otro nombre: La sonrisa de Nyx. No era algo que lo hiciera sentir orgulloso, pues Nyx era la diosa de la oscuridad, y casi nunca sonreía. Pero cuando decidía mostrar su maravillosa sonrisa, cosas malas pasaban en la tierra de los hombres.
Y aun así, aun habiendo ganado esa reputación, Abel y Adam se cuidaban las espaldas de Gabriel en los entrenamientos. Y eso que él ni siquiera intentaba matarlos.
Su mentor hizo un movimiento demasiado rápido que Adam apenas tuvo tiempo de bloquear con la espada corta. El alumno retrocedió dos pasos y dio vuelta a la espada larga para atacar, pero Gabriel giró y liberó su propia espada, amenazando a Adam con ella.