El Visitante

UNA VOZ DESCONOCIDA

 

            El Visitante entró a la casa. Entrelazó los finos dedos por atrás de su espalda, y comenzó a dar pasos lentos. La madera bajo sus pies crujía con lentitud, sometida ante el peso de su alta figura. Said comenzó a cerrar su casa; por el hueco que se adelgazaba de la puerta, se coló un aire gélido, como afiladas uñas en el viento cálido de la noche.

            Era imposible decir que estaban en silencio, ni siquiera cuando aquel Visitante detenía sus pasos, y Said y Ofelia contenían la respiración. Aunque no podían encontrar su origen, al Visitante siempre lo acompañaban un murmullo que emergía entre un sonido y otro, como voces aceleradas que perforaban la realidad, y después, se sumergían de nuevo en algún estanque de aguas turbias. Aunque el Visitante caminara frente a sus cuerpos, no podían dejar de sentir el peso de una descomunal sombra sin rostro respirando a sus espaldas.

Said evitaba su mirada a toda costa, y en cuanto se iba se descubría rogando a Ofelia que dejara de desafiarlo persiguiendo sus ojos grises.

Luego de un largo rato, durante el cual el Visitante no hizo otra cosa más que caminar en círculos por la casa, Said al fin se aventuró a decir algo en el tono más suave posible:

-¿Deseas algo?

            El Visitante giró con lentitud su rostro cenizo. Parecía un hombre joven, de 30 o 40 años, de cara alargada y facciones angulosas. Su cabello negro caía como cascada sobre sus hombros, y aunque era de una delgadez extrema, su espalda ancha y los músculos de sus brazos que se marcaban bajo la ropa le daban un aire de superioridad física.

-¿Necesitas algo?- Said reformuló sus palabras, para enmascarar su profundo deseo por expulsarlo de una preocupación genuina.

-¿Te molesta que haya venido?- respondió el Visitante, mientras seguía caminando entre las pertenencias de Said.

-No, claro que no- respondió éste-. Sabes que siempre eres bienvenido. Soy yo el intruso, por supuesto.

-Tu falsa modestia es lastimera- dijo el Visitante, mirándolo con desprecio.

            Said bajó la mirada. Ofelia rogó en silencio que los niños no hicieran ruido alguno. El Visitante se acercó a un estante, donde Said algún conservaba recuerdos de la primavera de su vida, remantes de una época más cálida: el Visitante pasó el índice por el premio de Said al investigador del año, y luego, por los libros que utilizaba cuando impartía su cátedra en la universidad más importante del estado. Finalmente, rozó las páginas duras de su tesis inconclusa acerca de los bosques regionales. Al final, estaban las botas llenas de tierra que le apretaban los pies, aún después de tantos años.

-Nada de esto existe ya - dijo el Visitante de pronto mirando sus libros-. ¿Te has dado cuenta?

            Said negó con la cabeza.

-De acuerdo- prosiguió el Visitante-. Haces bien en no mirarlo.

            Finalmente, el Visitante se sentó en una silla del comedor. Pidió un vaso de agua, que Ofelia sirvió con celeridad, y que abrieran la ventana. Deseaba escuchar a la noche, comentó, aunque afuera solo se escuchaba a los caballos relinchando angustiados.

-¿Ha venido alguien a molestarte?- preguntó el Visitante.

-Hace unos días escuché el ruido de motocicletas- respondió Said, de pie frente a él-. Ofelia y yo escondimos a los niños. Pero Vladimir dijo que se detuvieron a las afueras del rancho por unos minutos, discutieron algo, y luego prosiguieron.

-Me he esmerado en protegerte- respondió el Visitante-. Deben de haber escuchado lo que sucedió hace unas noches.

-¿Qué sucedió, señor?- preguntó Said.

            El Visitante esbozó una media sonrisa, y siguió mirando hacia la noche.

-Es una tristeza que ya no quede casi nada ¿cierto?- siguió diciendo el Visitante, retomando el hilo de su propio discurso-. Este era un paraíso, pero el hombre por instinto es cruel ante la nobleza. Es una lástima. Sobre todo, cuando piensas en los que han quedado. Nada extraño más que mirar hacia el mar picado de una multitud, y encontrar el rostro de una mujer hermosa. Ya casi no queda ninguna que no tenga la pisada de estos tiempos extraños. Pero si la encontrara, si encontrara una joya perdida en este incendio perpetuo, haría lo mismo que hacían los de tu especie cuando encontraban algo que les agradaba, aunque no les pertenecía: la llevaría conmigo. Eso era un gesto noble para ustedes; eso es amor para mí. ¿Te había contado eso ya, Said?

-Sí, varias veces lo has hecho.

-Veo que no te has olvidado de esas palabras- respondió el Visitante.

-Nunca. Nunca lo he hecho.

 

            Mónica esperaba escondida en el sótano con el rostro mojado en sudor. La nariz respingada y el mentón armonioso la ubicaban justo en aquel puente pueril, donde la infancia aún prevalece, pero el cénit de la belleza adulta comienza a asomarse. Era hermosa, aunque no lo sabía. Imposible saberlo si su madre, con el rostro ajado por las dificultades de unos años pasados, era su único referente femenino.

 Aquel hueco en la tierra apenas y tenía entradas de aire, y la única luz que llegaba eran los agujeros en el suelo por donde pasaban delgados haces de luz. Desde que tenía uso de memoria, su padre le había enseñado a esconderse cada que llegaba el Visitante en aquel lugar.

Los cuentos que le relataba antes de dormir eran diferentes a los de sus hermanos: mientras que los de sus hermanos giraban en torno a héroes y dragones, los de ella siempre tenían que ver con un monstruo que intentaba llevarse a una princesa, siendo la salvación de la protagonista un escondite en el reino mágico bajo el suelo.

Pero desde hace un par de meses que Mónica pensaba que, de existir un reino mágico, éste tendría que estar por fuerza sobre el suelo, no bajo él. Bajo el suelo no había otra cosa más que aire viciado, las mismas sombras y tierra compactada; a las afueras del rancho era donde estaba un camino alargado que se extendía hasta el infinito. Era también ahí donde había encontrado, en sus múltiples aventuras apenas unos metros fuera de la entrada,  su objeto más preciado: aquella delgada piedra que se había encendido por unos minutos, y le había permitido ver unas imágenes que se movían, de una mujer caminando por calles repletas de automóviles, de otras personas, de edificio enormes que rozaban el cielo, y en el fondo el ruido apelmazado de voces y otras cosas que no alcanzó a reconocer. Luego, la pantalla se había apagado por completo, no así sus imágenes en la mente de Mónica.




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