El Visitante

UNA ESPADA EN EL PECHO

PARTE V

UNA ESPADA EN EL PECHO

 

            -Hijo, es hora de irnos- el bibliotecario se acercó a la única mesa ocupada.

-¿Cómo?¿ya van a cerrar?¿otra vez?- contestó Said, mirándose el reloj nuevo que su padre le acababa de comprar por su cumpleaños 17.

-Cada día tenemos que cerrar- respondió el bibliotecario con una sonrisa-. Esto no es una tienda de autoservicio.

            Said, resignado, empezó a guardar sus libros y cuadernos. Pero, antes de que pudiera cerrar uno de ellos, el bibliotecario lo detuvo con la mano.

            Entre los dedos que cubrían la hoja, se adivinaba un ser alto, delgado, de cabellos largos y espalda ancha. A su lado, una serie de intrincadas formas daban lugar a una figura amorfa, con filamentos diminutos, parecidos a tentáculos. La precisión de las notas delataba que se trataba de un estudio preciso.

-¿Leyendo sobre fantasías, hijo?- dijo el bibliotecario, intentando analizar el dibujo.

            Said le dio un cerrón al cuaderno, y empujó sus libros al fondo de la mochila.

-No son fantasías- replicó.

           

            A la salid de la biblioteca se encontró con Vladimir, quien, aunque fuera menor, ya lo había superado en estatura.

            Vladimir guardó el celular, y luego lo arrastró del brazo a la calle.

-Mamá va a estar furiosa- dijo Vladimir-. Siempre tienes la nariz metida en los libros, idiota.

-Suéltame, Vladimir- Said se liberó de su mano con un golpe suave en el hombro, y avanzó con paso rápido a la parada del autobús, frente a la tienda de televisores.

-“Suéltame”, “suéltame”- Vladimir repitió sus palabras con voz burlona.

            Ambos se fueron arrojando golpes suaves y bromistas todo el camino, a la par que reían y se hacían cosquillas.

            Said detuvo abruptamente su juego; sin defensas, Vladimir le asestó un gancho limpio al hígado.

-Hermano, perdón, perdón- dijo Vladimir, cuando Said se retorció de dolor.

-Está bien- gimió Said, haciendo un esfuerzo descomunal por recobrar la compostura.

            Pronto, Vladimir entendió por qué Said se mordía las mejillas, aguantando el dolor sin encorvar la espalda; frente a sus ojos, aparecía una joven delgada, de la misma edad de Said, con fino cabello cobrizo y piel de porcelana. Su porte era orgulloso, quizás un tanto altivo, pero cuando se tenía aquel rostro, un trago de soberbia era consecuencia y no ironía.

            La joven dio unos pasos al frente hasta quedar junto a Said. Era el tipo de persona que no inventaba justificaciones. Sin miramiento alguno, le quitó con coquetería uno de los cuadernos, y luego comenzó a hojearlo.

-¿Qué es esto, Said- inquirió en cuanto se topó con el primer dibujo, de un ser mítico capaz de disolverse en el cielo nocturno- ¿te gusta la fantasía?

-No es fantasía- replicó Vladimir.

-Vladimir ¡shhhh!- musitó Said, y Vladimir sintió la traicionera punzada de una espada en el pecho-. Sí, me gusta ¿y a ti, Ofelia?

            Ofelia levantó las puntas de los pies y se balanceó en los talones. La sonrisa de su rostro perfecto eran fortaleza de palabras traviesas que intentaban salir.

-A mí me gustas tú- respondió Ofelia, antes de subirse al autobús, seguida de ambos hermanos.

            Él, feliz y emocionado; Ofelia, satisfecha y orgullosa. No tenía nada que perder, y por tanto, eran invencibles, acorazados de las sangrientas imágenes que comenzaban a salpicar los noticieros.  Tiempo después se lamentaría de no haber apreciado lo suficiente esa cercanía con la alegría pura, pero, en ese entonces, aún no comprendía la naturaleza temblorosa de los momentos perfectos.

            En el autobús, Said tomó asiento, seguido de Ofelia. Vladimir no tuvo más opción que sentarse detrás de ellos. Said podía ver el rostro tosco de su hermano en el reflejo de la ventana. Vladimir sonreía.

            El autobús arrancó con un rugido ronco, justo cuando la tienda de televisores anunciaba el comienzo de una guerra al filo de un país vecino.

 

            Detrás de la casa de Said había un granero donde guardaban herramientas. Said sacó del fondo de un gabinete un trozo de hierro largo y puntiagudo. Lo tanteó entre las manos, y calibró su peso, en una posición parecida a la de un beisbolista.

-¿Una espada clavada en el pecho?- dijo Vladimir, recordando la conversación de unos minutos atrás.

            Por la ventana, el cielo perdía su brillo y se coloreaba de tonos violáceos, señal certera de que la noche estaba comenzando a levantarse.

-Sí- respondió Said-. 12 años de investigación acerca del Visitante, y eso encontré- Said tiró un golpe al centro, emulando a un esgrimista.

-¿Hay alguien que lo haya logrado?-preguntó Vladimir.

            Said se detuvo en seco.

-No lo sé, Vladimir, de eso no hay registro.

            Tras un largo silencio, Vladimir respondió:

-¿Sabes tan siquiera si esas cosas mueren?

            Said repasó en su mente los incontables artículos, páginas de libros viejos y anécdotas que había recabado en sus años anteriores como investigador. Lo cierto es que, si hubiera visto una sola vez que la especie a la cual el Visitante moría, lo hubiera recordado al instante.

-De eso, nada ¿verdad?- la pregunta de Vladimir exudaba amargura.

-Tenemos que intentarlo- dijo Said.

            Cuando ensayaba un nuevo golpe a un objetivo invisible, Vladimir tomó el hierro por el mango y lo detuvo.

-No, Vladimir, no- dijo Said, adivinando su siguiente acción. Ya no conocía su corazón, pero sus pensamientos seguían siendo cristalinos.

            Vladimir le arrebató el hierro, y lo pasó de una mano a la otra; luego, lo hizo girar sobre sí mismo con destreza. Cuando empuñó el mango, los músculos se le tensaron. Era mucho más fuerte que él.




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