"A veces nuestro corazón es como un jarrón de cera; el primer impacto no lo rompe, el segundo le hace una grieta, y así poco a poco llega ese golpe, esa palabra, ese hecho que lo destruye en mil pedazos."
-Taiga Bridger.
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Capítulo 4:
EL JARRÓN SE QUEBRÓ
Luego de un trayecto no tan largo, habíamos llegado a una especie de cafetería con un característico estilo francés. Pisos de madera de roble oscuro, mesas de igual material y sillas acolchadas, con manteles y tapices rojos de cuadros. Algunas flores, plantas y un hermoso mostrador en el centro de donde los pedidos salían a manos de las camareras perfectamente arregladas con uniformidad. Tomé asiento de espaldas a la pared de la esquina y él tomó el asiento que se encontraba del otro lado de la mesa.
Me dediqué a admirar la belleza del lugar y, literalmente, no recordaba la última vez que había pisado una cafetería; es más, ni siquiera recordaba la última vez que estuve tanto tiempo con otro ser humano diferente a mis padres o Becca, fuera de la rutina universitaria. Mi investigación me había consumido a tal punto que no poseía una vida social y mucho menos una amplia lista de contactos para cotillear o salir a la ciudad; eso no formaba parte de mi lista de actividades frecuentes. La última vez que paseé por las calles de la zona urbana sin un rumbo fijo relacionado con estudios o trabajo fue en la época en la que estaba en la primaria.
Salir, caminar, ir a lugares lindos y todas las cosas típicas de jóvenes no eran parte de mis hábitos recurrentes. Es más, nunca hacia esas actividades.
Empecé a notar lo semejante que era todo esto con una de esas escenas románticas en películas demasiado cursis para ser de mis favoritas y, de la nada, comencé a sentirme extraño.
Entre nosotros se había formado un silencio que, para mí, ya era incomodo. Dicha razón me hizo tomar el menú y abrirlo de modo que pareciera que curioseaba los platillos y postres, solo pasando páginas sin prestar atención a su contenido.
Pasados unos minutos, sentí la lucha entre mi curiosidad y mi razón; de la cual fue mi curiosidad quien salió victoriosa. Levanté la mirada por sobre la carta con cautela para intentar ver qué hacía, pero mi respiración se detuvo de golpe cuando me topé directamente con sus ojos que ya me estaban mirando a mí. Sus codos apoyados en la mesa y su cabeza descansando en las manos, con una expresión que me costó entender.
Nuestras miradas se cruzaron y la presión en mi mente aumentó. Sin despegar mis ojos de los suyos, mi mano, contra todo acto de conciencia, siguió pasando las páginas como un tonto acto para calmar mis nervios; al mismo tiempo que mi cerebro daba órdenes a mí cabeza de volver la mirada al papel, orden que nunca fue acatada. Pude notar como el borde de su iris desprendía un pequeño brillo en tonos de amarillo y verde limón, con un contraste casi magistral. Cosa que me hizo pensar nuevamente que se trataba de un color falso.
Bajé instintivamente el menú abierto sobre la mesa, aún sin mirarlo, y me detuve cuando sentí el impacto de este sobre la mesa.
Debía decir algo, eso lo tenía claro. Mi vida social siempre había sido tan inexistente como la posibilidad de que una raíz negativa tuviera lugar en un problema matemático; o sea, ninguna. No tenía idea de que podía hacer o decir en este momento y mucho menos como romper el incómodo silencio que nos estaba rodeando.
Estaba en una cafetería con un policía vestido como si fuera un agente de la CIA rodeados de muchas personas que no dejan de mirarlo —más las mujeres y aquellos que temían ser descubiertos en algo ilegal— mientras él solo me miraba a mí como si presenciara uno de los más difíciles juegos metales.
—¿Piensas quedarte en silencio fingiendo que lees ese menú mientras solo te sonrojas sin razón? —su voz, irónica y burlona, me hizo salir de mis pensamientos y prestar atención.
No mentiré, salté con su pregunta al ser tan inesperada y luego gané un poco más de color en el rostro. ¿Estaba siendo tan obvia? Al parecer, sí.
Me di cuenta de lo estúpido que era estar nerviosa por tomar un café con un tipo que no me agradaba en lo absoluto, así que intenté imitar su postura anterior para verme más casual, tranquila y para nada nerviosa. Él, por su parte, se divertía con mis movimientos y la verdad me gustaría encontrar la manera de borrar su arrogante sonrisa.
—Intento decidir —dije como si fuera la cosa más obvia en la faz de la tierra levantando las cejas con un poco de burlar. Yo también podía jugar su juego, es más, le podía enseñar a jugarlo.
En este momento nuestras miradas seguían conectadas con desafío como si una gran lucha de poderes se estuviera desarrollando. Yo no iba a ceder y Zimmer no tenía intenciones de dejarme ver qué estaba pensando, por lo que ni siquiera hacia el intento de romper el contacto visual.
—¿Intentas decidir que tono de blanco te gusta más?
Deslizó su vista hacia abajo y yo sentí vigor al ser la vencedora de nuestra guerra no declarada. Ese gozo duró unos segundos hasta que mi cerebro tuvo el tiempo suficiente como para procesar sus palabras. ¿Color blanco?
También miré hacia abajo y me sentí como toda una idiota cuando me di cuenta de que el menú en realidad estaba mostrando las páginas que dejaban libres para nuevas recetas y postres; ya que seguramente mi mano había pasado demasiadas páginas entre nerviosismos. Y sí, efectivamente solo habían páginas blancas extendidas.
¡Genial, Janette! Eres una increíble guerrera de las batallas creadas en tu mente. Ahora dime, ¿cómo justificas esto?
Parecía que mi suerte estaba por empeorar cuando, justo en el momento en el que posiblemente iba a decir algo más estúpido que lo anterior, escuché como una nueva presencia se hacía notar con un carraspeo de garganta para llamar la atención. Una rubia vestida de camarera estaba de pie junto a nuestra mesa sosteniendo una libreta y un vaso con servilletas, el cual puso sobre la misma en cuanto logró que ambos notáramos que estaba ahí.