Sarene bajó del barco para descubrir que era viuda. Fue una noticia inesperada, por supuesto, pero no tan devastadora como podría haber sido. Después de todo, ni siquiera había llegado a conocer a su marido. De hecho, cuando Sarene había emprendido el viaje desde su tierra, ella y Raoden tan solo estaban prometidos. Había supuesto que el reino de Arelon esperaría su llegada para poder celebrar la boda. En su patria, al menos, se tenía en cuenta que ambos miembros de la pareja estuvieran presentes cuando contraían matrimonio.
—Nunca me gustó esa cláusula del contrato nupcial, mi señora —dijo el acompañante de Sarene, una bola de luz del tamaño de un melón que flotaba a su lado.
Sarene dio una patadita de fastidio mientras veía cómo los sirvientes cargaban su equipaje en un carruaje. El contrato de bodas era un documento monstruoso de cincuenta páginas, y una de sus muchas cláusulas hacía que su compromiso fuera legalmente vinculante si ella o su prometido morían antes de la ceremonia nupcial.
—Es una cláusula bastante común, Ashe —dijo—. De ese modo, el tratado que se deriva de un matrimonio político no se rompe si le sucede algo a uno de los contrayentes. Nunca he visto que la revocaran.
—Hasta hoy —respondió la bola de luz, la voz grave y las palabras bien enunciadas.
—Hasta hoy —admitió Sarene—. ¿Cómo iba yo a saber que el príncipe Raoden no duraría los cinco días que nos ha llevado cruzar el mar de Fjorden? —Frunció el ceño, pensativa, antes de solicitar—: Cítame la cláusula, Ashe. Necesito saber qué dice exactamente.
—«Si se diere el caso de que un miembro de la mencionada pareja fuera llamado en presencia de Domi el Misericordioso antes del momento previsto para la boda, entonces el compromiso será considerado equivalente al matrimonio en todos los aspectos legales y sociales» —recitó Ashe.
—No hay mucho margen de discusión, ¿verdad?
—Me temo que no, mi señora.
Sarene frunció distraída el ceño, se cruzó de brazos y se acarició la mejilla con el dedo índice, contemplando a los sirvientes. Un hombre alto y recio dirigía el trabajo con ojos aburridos y expresión resignada. El hombre, un ayudante de la corte arelena llamado Ketol, era la única persona que el rey Iadon había enviado a recibirla. Ketol había sido el que le había «informado de que lamentablemente» su prometido «había muerto de una súbita enfermedad» durante su viaje. Hizo la declaración en el mismo tono aburrido y falto de interés que empleaba para dirigir a la cuadrilla.
—Así que —aclaró Sarene—, en lo que se refiere a la ley, ahora soy princesa de Arelon.
—Exacto, mi señora.
—Y la viuda de un hombre a quien no he conocido.
—Exacto nuevamente. —Sarene sacudió la cabeza.
—Mi padre va a morirse de risa cuando se entere. Nunca dejará de recordármelo.
Ashe latió levemente, molesto.
—Mi señora, el rey nunca se tomaría a la ligera un hecho tan solemne. La muerte del príncipe Raoden, sin duda, ha causado gran pesar en la familia soberana de Arelon.
—Sí. Tanta pena que ni siquiera han podido venir a recibir a su nueva hija.
—Tal vez, mi señora, el rey Iadon hubiese venido si hubiera tenido noticia de nuestra llegada…
Sarene frunció el ceño, pero el seon tenía razón. Su llegada antes de tiempo, varios días antes de la fiesta principal de los esponsales, se había preparado como una sorpresa para el príncipe Raoden. Ella quería unos días al menos para estar con él en privado y en persona. Su secretismo, sin embargo, había actuado en su contra.
—Dime, Ashe. ¿Cuánto tiempo suelen esperar los arelenos entre la muerte de una persona y su entierro?
—No estoy seguro, mi señora —confesó Ashe—. Me marché de Arelon hace mucho tiempo y viví aquí tan poco que no recuerdo muchos detalles. Sin embargo, según mis estudios las costumbres arelenas suelen ser por regla general similares a las de tu tierra.
Sarene asintió y luego llamó al ayudante del rey Iadon.
—¿Sí, mi señora? —preguntó Ketol en tono perezoso.
—¿Se está celebrando un velatorio por el príncipe? —preguntó Sarene.
—Sí, mi señora —contestó el ayudante—. Ante la capilla korathi. El entierro tendrá lugar esta tarde.
—Quiero ver el ataúd. —Kerol se detuvo.
—Oh… Su Majestad ha pedido que os llevemos ante él inmediatamente…
—Entonces no pasaré mucho tiempo en la tienda funeraria —dijo Sarene, encaminándose a su carruaje.
Sarene observó con ojo crítico la abarrotada tienda funeraria, esperando mientras Ketol y unos cuantos sirvientes le despejaban el camino hasta el ataúd. Tuvo que admitir que todo era irreprochable: las flores, las ofrendas, los sacerdotes korathi orantes. La única rareza era lo abarrotada que estaba la tienda.
—Hay mucha gente —le comentó a Ashe.
—El príncipe era muy apreciado, mi señora —respondió el seon, flotando tras ella—. Según nuestros informes, era la figura pública más popular del país.
Sarene asintió y recorrió el pasillo que Ketol había abierto para ella. El ataúd del príncipe Raoden se hallaba en el mismo centro de la tienda, guardado por un anillo de soldados que dejaban acercarse a las masas solo hasta un punto. Mientras avanzaba, Sarene notó verdadero pesar en el rostro de los asistentes.
«Así que es verdad —pensó—. El pueblo lo amaba».
Los soldados le abrieron paso y ella se acercó al ataúd. Estaba tallado con aones (la mayoría símbolos de esperanza y paz) al modo korathi. El féretro de madera estaba rodeado por un anillo de lujosas viandas: una ofrenda para el difunto.
—¿Puedo verlo? —preguntó, volviéndose hacia uno de los sacerdotes korathi, un hombre pequeño de aspecto amable.
—Lo siento, hija mía —dijo el sacerdote—. Pero la enfermedad del príncipe lo desfiguró desagradablemente. El rey ha pedido que se permita al príncipe dignidad en la muerte.
Sarene asintió, volviéndose hacia el ataúd. No estaba segura de lo que había esperado sentir al contemplar al hombre muerto con quien se hubiera casado. Se sentía extrañamente… furiosa.
Descartó momentáneamente esa emoción dedicándose en cambio a contemplar la tienda. Su aspecto era demasiado formal, incluso. Aunque los visitantes estaban obviamente apenados, la tienda, las ofrendas y los decorados parecían estériles.
«Un hombre de la edad y el supuesto vigor de Raoden —pensó—. Muerto de estertores tusivos… Podría ser… pero no parece muy probable».
—¿Mi… señora? —preguntó Ashe en voz baja—. ¿Ocurre algo? —Sarene hizo una seña al seon y regresó al carruaje.
—No sé —respondió—. Hay algo que no encaja, Ashe.
—Eres de naturaleza recelosa, mi señora —recalcó Ashe.
—¿Por qué no está Iadon velando a su hijo? Ketol ha dicho que celebraba cortes, como si la muerte de su hijo ni siquiera le molestara. —Sarene negó con la cabeza—. Hablé con Raoden justo antes de salir de Teod y parecía bien. Aquí pasa algo extraño, Ashe, y quiero saber qué es.
—Cielos… —murmuró Ashe—. Sabes, mi señora, tu padre me pidió que intentara que no te metieras en líos.
Sarene sonrió.
—Esa sí que es una tarea imposible. Vamos, tenemos que ir a ver a mi nuevo padre.
Sarene se apoyó contra la ventanilla del carruaje, contemplando la ciudad pasar mientras se dirigían a palacio. Guardaba silencio, un solo pensamiento apartaba todo lo demás de su mente.
«¿Qué estoy haciendo aquí?».
Le había hablado a Ashe con aplomo, pero siempre había sido capaz de ocultar sus preocupaciones. Cierto, sentía curiosidad por la muerte del príncipe, pero Sarene se conocía muy bien. En buena parte, esa curiosidad no era otra cosa que un intento por apartar de su mente el sentimiento de inferioridad y torpeza, cualquier cosa antes que reconocer que era una mujer brusca y recia que había dejado atrás su esplendor. Tenía veinticinco años: tendría que haberse casado mucho antes. Raoden había sido su última oportunidad.
«¡Cómo te atreves a morirte así, príncipe de Arelon!», pensó indignada. Sin embargo, lo irónico de la situación no se le escapaba. Era la conclusión adecuada que aquel a quien había creído llegar a apreciar se muriera incluso antes de haberlo conocido. Ahora estaba sola en un país ajeno, atada políticamente a un rey en quien no confiaba. Era una sensación de soledad aterradora.
«Has estado sola otras veces, Sarene —se recordó—. Lo superarás. Encuentra algo para mantener la mente ocupada. Tienes una corte nueva que explorar. Disfrútala».
Con un suspiro, Sarene centró la atención en la ciudad. A pesar de tener considerable experiencia en el cuerpo diplomático de su padre, nunca había visitado Arelon. Desde la caída de Elantris, Arelon había estado oficiosamente en cuarentena para la mayoría de los otros reinos. Nadie sabía por qué la ciudad mística había sido maldecida y a todos les preocupaba que la enfermedad elantrina pudiera extenderse.
Sarene se sorprendió, sin embargo, por el lujo que vio en Kae. Las avenidas de la ciudad eran anchas y estaban bien cuidadas. La gente de la calle iba bien vestida, y no vio a un solo mendigo. A un lado, un grupo de sacerdotes korathi con sus túnicas azules caminaba en silencio entre la multitud, guiando a un extraño personaje ataviado de blanco. Ella contempló la procesión preguntándose qué podía ser hasta que el grupo dobló una esquina.
Desde su punto de vista, Kae no aparentaba pasar por ninguna de las penalidades económicas que se suponía que Arelon estaba sufriendo. El carruaje dejó atrás docenas de mansiones rodeadas de verjas, cada una construida en un estilo arquitectónico diferente. Algunas eran enormes, con grandes alas y tejados pintados, siguiendo la moda de Duladel. Otras tenían aspecto de castillo cuyos muros de piedra hubieran sido transportados directamente desde el ambiente castrense de Fjorden. Sin embargo, todas las mansiones tenían una cosa en común: riqueza. La gente de aquel país podía estar pasando hambre, pero Kae, sede de la aristocracia de Arelon, no parecía haberse dado cuenta.
Naturalmente, una sombra inquietante planeaba sobre la ciudad. La enorme muralla de Elantris se alzaba en la distancia, y Sarene se estremeció al contemplar sus imponentes sillares desnudos. Había oído historias sobre Elantris durante la mayor parte de su vida adulta, relatos de la magia que había producido una vez y las monstruosidades que ahora habitaban sus oscuras calles. No importaba lo llamativas que fueran las casas, no importaba lo ricas que fueran las calles, ese único monumento se alzaba como testigo de que no todo iba bien en Arelon.
—Me pregunto por qué viven siquiera aquí.
—¿Mi señora? —dijo Ashe.
—¿Por qué construyó el rey Iadon su palacio en Kae? ¿Por qué eligió una ciudad que está tan cerca de Elantris?
—Sospecho que los motivos son principalmente económicos, mi señora —dijo Ashe—. Solo hay un par de puertos navegables en la costa norte de Arelon, y este es el mejor.
Sarene asintió. La bahía formada por la unión del río Aredel con el océano creaba un puerto natural envidiable. Pero con todo…
—Tal vez los motivos sean políticos —musitó—. Iadon tomó el poder en tiempos turbulentos… tal vez piensa que permanecer cerca de la antigua capital le da autoridad.
—Tal vez, mi señora.
«No es que importe demasiado», pensó. Aparentemente, la proximidad a Elantris, o a los elantrinos, no aumentaba las posibilidades de que te alcanzara la Shaod.
Se apartó de la ventanilla y miró a Ashe, que flotaba sobre el asiento junto a ella. Todavía tenía que ver a un seon en las calles de Kae, aunque las criaturas (que según se decía eran antiguas creaciones de la magia de Elantris) se suponía que eran más comunes en Arelon que en su tierra. Si entornaba los ojos, apenas podía distinguir al reluciente aon en el centro de la luz de Ashe.
—Al menos el tratado está a salvo —dijo Sarene por fin.
—Suponiendo que te quedes en Arelon, mi señora —comentó Ashe con su voz grave—. Al menos, eso es lo que dice el contrato nupcial. Mientras te quedes aquí y «seas fiel a tu marido», el rey Iadon debe respetar su alianza con Teod.
—Ser fiel a un muerto —murmuró Sarene con un suspiro—. Bueno, eso significa que tengo que quedarme, con marido o sin marido.
—Si así lo decides, mi señora.
—Necesitamos este tratado, Ashe. Fjorden está expandiendo su influencia a un ritmo increíble. Hace cinco años hubiese dicho que no teníamos de qué preocuparnos, que los sacerdotes de Fjorden nunca serían un poder en Arelon. Pero ahora… —Sarene sacudió la cabeza. El colapso de la república duladen había cambiado muchas cosas.
»No deberíamos habernos mantenido tan apartados de Arelon estos últimos diez años, Ashe —dijo—. Probablemente no me encontraría en esta situación si hubiéramos forjado fuertes lazos con el nuevo gobierno areleno hace una década.
—Tu padre tenía miedo de que su revuelo político contagiara Teod —dijo Ashe—. Por no mencionar al Reod… nadie estaba seguro de que lo que había golpeado a los elantrinos no afectara también a la gente normal.
Sarene zanjó la conversación con un suspiro mientras el carruaje aminoraba la marcha. Su padre sabía que Fjorden representaba un peligro y comprendía que las antiguas alianzas debían forjarse de nuevo: por eso estaba ella en Arelon. Ante ellos, las puertas del palacio se abrieron. Sin amigos o con ellos, había llegado, y Teod dependía de ella. Tenía que preparar a Arelon para la guerra que se avecinaba… una guerra que se había vuelto inevitable desde la caída de Elantris.
El nuevo padre de Sarene, el rey Iadon de Arelon, era un hombre delgado de rostro afilado. Conversaba con varios de sus administradores cuando Sarene entró en la sala del trono. La joven se pasó de pie casi quince minutos sin que él la saludara siquiera. Personalmente, a Sarene no le importaba la espera (eso le daba la oportunidad de observar al hombre a quien había jurado obedecer), pero no podía evitar sentirse un poco herida en su dignidad por el tratamiento. Su título de princesa de Teod debería haberle valido una recepción que fuera, si no grandiosa, al menos puntual.
Mientras esperaba, se le ocurrió de inmediato una cosa. Iadon no parecía un hombre que llorara la muerte de su hijo y heredero. No había ningún signo de pesar en sus ojos, no se veía la fatiga abotargada que acompaña generalmente a la desaparición de un ser querido. De hecho, el aire de la corte parecía notablemente libre de signos de duelo.
«¿Es Iadon entonces un hombre sin corazón? —se preguntó con curiosidad—. ¿O es simplemente alguien que sabe controlar sus emociones?».
Los años pasados en la corte de su padre habían convertido a Sarene en una experta en el carácter de los nobles. Aunque no sabía qué estaba diciendo Iadon (le habían dicho que se quedara al fondo de la sala y esperara a que le dieran permiso para acercarse), la actitud y los modales del rey le daban una idea de su carácter. Iadon hablaba con firmeza, dando instrucciones directas, deteniéndose de vez en cuando para apuntar con un fino dedo el mapa que tenía desplegado sobre la mesa. Era un hombre de fuerte personalidad, decidió: un hombre que tenía las ideas claras sobre cómo quería que se hicieran las cosas. No era mala señal. De momento, Sarene decidió que se trataba de un hombre con quien podría trabajar.
Iba a revisar esa opinión dentro de muy poco.
El rey Iadon le indicó que se acercara. Ella ocultó con cuidado su malestar por la espera y se aproximó con el aire adecuado de noble sumisión. Él la interrumpió a media reverencia.
—Nadie me había dicho que fueras tan alta —declaró.
—¿Mi señor? —preguntó ella, alzando la cabeza.
—Bueno, supongo que la única persona a quien le habría importado ya no está aquí para verlo. ¡Eshen! —exclamó, haciendo que una mujer casi invisible que aguardaba al otro lado de la sala diera un respingo para obedecerlo.
—Llévala a sus aposentos y encárgate de que tenga muchas cosas que la mantengan ocupada. Bordados o lo que sea que os entretiene a las mujeres.
Con eso, el rey se volvió hacia su siguiente cita: un grupo de mercaderes.
Sarene se detuvo en mitad de la reverencia, aturdida por la completa falta de cortesía de Iadon. Solo años de formación en la corte la impidieron quedarse boquiabierta. Rápida pero sin hacerse notar, la mujer a quien Iadon había llamado (la reina Eshen, nada menos, la esposa del rey) se acercó y tomó a Sarene por el brazo. Eshen era baja y delgada, su pelo aónico castaño apenas veteado de gris.
—Ven, niña —dijo Eshen con voz aguda—. No debemos hacer perder su tiempo al rey.
Sarene permitió que la condujera por una de las puertas laterales de la sala.
«Domi Misericordioso —murmuró para sí—. ¿Dónde me he metido?».
—… Y te encantará cuando salgan las rosas. He ordenado a los jardineros que las planten para que puedas olerlas sin tener siquiera que asomarte a la ventana. Ojalá no fueran tan grandes.
Sarene frunció el ceño, confundida.
—¿Las rosas?
—No, querida —continuó la reina, sin apenas detenerse—, las ventanas. No vas a creer lo mucho que brilla el sol cuando entra a través de ellas por las mañanas. Les pedí (a los jardineros, quiero decir) que buscaran algunas de color naranja, porque adoro el naranja, pero hasta ahora solo han encontrado algunas amarillo pálido. «Si las quisiera amarillas os habría pedido que plantarais siempreninas», les dije. Tendrías que haberlos visto pedir disculpas… Estoy segura de que las tendremos naranjas a finales de año. ¿No crees que serán preciosas, querida? Naturalmente, las ventanas seguirán siendo demasiado grandes. Tal vez pueda ordenar sellar un par de ellas.
Sarene asintió, fascinada… no por la conversación, sino por la reina. Sarene daba por supuesto que los conferenciantes de la academia de su padre eran capaces de no decir nada y hablar mucho, pero Eshen los superaba a todos. La reina pasaba de un tema a otro como una mariposa buscando un sitio donde posarse, sin encontrar nunca uno adecuado para una estancia prolongada. Cualquiera de los temas habría sido combustible potencial para una conversación interesante, pero aquella mujer no dejaba que Sarene se apoderara de uno el tiempo suficiente para hacerle justicia.
Sarene inspiró para calmarse, diciéndose que tenía que ser paciente. No podía echarle la culpa a la reina por ser lo que era; Domi enseñaba que todas las personalidades eran dones que disfrutar. La reina era encantadora, a su propio e inestable modo. Desgraciadamente, después de conocer tanto al rey como a la reina, Sarene empezaba a sospechar que tendría problemas para encontrar aliados políticos en Arelon.
Algo más molestaba a Sarene… Había algo extraño en la manera en que actuaba Eshen. Nadie podía hablar tanto como la reina: no hacía una sola pausa. Era casi como si la mujer se sintiera incómoda con ella. Entonces, en un momento de iluminación, Sarene comprendió a qué se debía. Eshen hablaba de cualquier tema imaginable excepto del más importante: el difunto príncipe. Sarene entornó los ojos, recelosa. No podía estar segura (Eshen era, después de todo, una persona muy volátil), pero parecía que la reina actuaba con demasiada alegría para ser una mujer que acababa de perder a su hijo.
—Aquí está tu habitación, querida. Hemos desempaquetado tus cosas y añadido también algunas. Tienes ropa de todos los colores, incluso amarilla, aunque no se me ocurre por qué querrías vestir ese color. Horrible. No es que tu pelo sea horrible, claro. Rubio no es lo mismo que amarillo, no. Igual que un caballo no es una verdura. No tenemos aún un caballo para ti, pero puedes utilizar cualquiera de los que hay en los establos del rey. Tenemos montones de bellos animales, verás, Duladel está precioso en esta época del año.
—Por supuesto —dijo Sarene, examinando la habitación. Era pequeña, pero se adecuaba a sus gustos. Demasiado espacio podía ser imponente, igual que demasiado poco podía ser agobiante.
—Ahora, necesitarás esta, querida —dijo Eshen, señalando con una manita un montón de ropa que no estaba colgada como el resto… como si la hubieran traído recientemente. Todos los vestidos del montón compartían un solo atributo.
—¿Negros? —preguntó Sarene.
—Desde luego. Estás… estás de… —Eshen tropezó con las palabras.
—Estoy de luto —terminó por ella la frase Sarene. Dio una patadita de insatisfacción en el suelo: el negro no era uno de sus colores favoritos.
Eshen asintió.
—Puedes llevar uno de estos en la celebración del funeral de esta tarde. Debería ser una ceremonia bonita: yo hice los preparativos.
Cuando empezó a hablar de sus flores favoritas de nuevo, el monólogo no tardó en degenerar en un discurso sobre lo mucho que detestaba la cocina de Fjordell. Amablemente, pero con firmeza, Sarene condujo a la mujer a la puerta, asintiendo con educación. En cuanto llegaron al pasillo, Sarene puso la excusa de que estaba fatigada del viaje y acabó con el torrente verbal de la reina cerrando la puerta.
—Esto no va a servirme mucho tiempo —se dijo para sí.
—La reina tiene una fuerte tendencia a la conversación, mi señora —reconoció una voz profunda.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Sarene, acercándose a elegir un vestido de la pila de ropa negra mientras Ashe entraba flotando por la ventana abierta.
—No he encontrado tantos seones como esperaba. Creo recordar que antaño esta ciudad rebosaba de ellos.
—Yo también me he dado cuenta —dijo Sarene, probándose por encima un vestido delante del espejo, y luego descartándolo con una negación de cabeza—. Supongo que ahora las cosas son distintas.
—Sí que lo son. En cuanto a tus instrucciones, he preguntado a los otros seones qué sabían de la inoportuna muerte del príncipe. Por desgracia, mi señora, se mostraron reacios a hablar del tema… consideran extremadamente aciago que el príncipe muriera justo antes de casarse.
—Sobre todo para él —murmuró Sarene, quitándose la ropa para probarse el vestido—. Ashe, está pasando algo raro. Creo que alguien ha asesinado al príncipe.
—¿Asesinado, mi señora? —La grave voz de Ashe era de reprobación, y latió levemente al oír el comentario—. ¿Quién haría una cosa así?
—No lo sé, pero… hay algo extraño en la muerte del príncipe. No parece que la corte esté de duelo. Mira la reina, por ejemplo. No parecía triste cuando me hablaba… Por lo menos cabría esperar que estuviera un poco trastornada por el hecho de que su hijo muriera ayer.
—Hay una explicación sencilla para eso, mi señora. La reina Eshen no es la madre del príncipe Raoden. Raoden nació de la primera esposa de Iadon, que murió hace más de doce años.
—¿Cuándo volvió a casarse?
—Justo después del Reod —dijo Ashe—. Unos meses después de llegar al trono.
Sarene frunció el ceño.
—Sigo sospechando —decidió, estirando la mano torpemente para abrocharse la parte posterior del vestido. Luego se miró en el espejo, estudiando el vestido con ojo crítico—. Bueno, al menos me queda bien… aunque me hace parecer pálida. Tenía miedo de que me llegara hasta las rodillas nada más. Estas mujeres arelenas son todas demasiado bajas.
—Si tú lo dices, mi señora —repuso Ashe. Sabía tan bien como ella que las mujeres arelenas no eran tan bajas: incluso en Teod, Sarene era una cabeza más alta que la mayoría de las otras. Su padre la llamaba de niña Palo de Leky, el nombre del alto y fino poste que marcaba la meta de su deporte favorito. Incluso después de ganar algo de peso durante la adolescencia Sarene seguía siendo innegablemente larguirucha.
—Mi señora —dijo Ashe, interrumpiendo sus cavilaciones.
—¿Sí, Ashe?
—Tu padre está desesperado por hablar contigo. Creo que tienes noticias que se merece oír.
Sarene asintió, reprimió un suspiro, y Ashe empezó a latir brillante. Un momento después la bola de luz que constituía su esencia se convirtió en una cabeza resplandeciente, parecida a un busto. El rey Eventeo de Teod.
—¿Ene? —preguntó su padre, mientras los labios de la brillante cabeza se movían. Era un hombre robusto, con una gran cara ovalada y gruesa barbilla.
—Sí, padre. Estoy aquí.
Su padre se encontraba seguramente de pie junto a un seon similar (probablemente Dio), quien habría cambiado para convertirse en un simulacro brillante de la cabeza de Sarene.
—¿Estás nerviosa a causa de la boda? —preguntó Eventeo, ansioso.
—Bueno, respecto a esa boda… —dijo ella lentamente—. Probablemente querrás cancelar tus planes de venir la semana que viene. No habrá mucho que ver.
—¿Qué?
Ashe no se había equivocado: su padre no se rio cuando se enteró de que Raoden había muerto, sino que su voz adquirió un matiz de profunda preocupación. Su rostro brillante mostró una inquietud que fue en aumento cuando Sarene le explicó que la muerte era tan vinculante como una boda.
—Ay, Ene, lo siento —dijo su padre—. Sé lo mucho que esperabas de este matrimonio.
—Tonterías, padre. —Eventeo conocía demasiado bien a su hija—. Ni siquiera lo había visto en persona, ¿cómo podría haber esperado nada?
—No lo habías conocido en persona —dijo la voz tranquilizadora de su padre—, pero hablaste con él a través del seon y le escribiste todas esas cartas. Te conozco, Ene, eres una romántica. Nunca hubieras decidido pasar por todo esto si no hubieras estado completamente convencida de que podías amar a Raoden.
Las palabras tenían un regusto de verdad, y de repente la soledad de Sarene regresó. Se había pasado todo el viaje a través del mar de Fjorden en un estado de incrédulo nerviosismo, entusiasmada y a la vez aprensiva por la perspectiva de conocer al hombre que habría de convertirse en su esposo. Más entusiasmada, sin embargo, que aprensiva.
Había estado fuera de Teod muchas veces, pero siempre acompañada por otros compatriotas. Aquella vez había viajado sola por delante del resto del séquito de la boda para sorprender a Raoden. Había leído y vuelto a releer tantas veces las cartas del príncipe que había empezado a considerar que lo conocía, y la persona que había construido a partir de esas hojas de papel era alguien complejo y compasivo a quien deseaba conocer con toda su alma.
Pero ya no lo conocería nunca. Se sentía más que sola, se sentía rechazada… otra vez. No querida. Había esperado todos esos años, sufrido junto a un padre paciente que no sabía cómo los hombres de su patria la evitaban, cómo les asustaba su personalidad decidida, incluso arrogante. Finalmente, ella había encontrado a un hombre que estaba dispuesto a soportarla, y Domi se lo había arrebatado en el último momento.
Sarene finalmente empezó a dejar escapar parte de las emociones que había mantenido bajo férreo control desde que había desembarcado. Se alegraba de que el seon transfiriera solo sus rasgos, pues la hubiera mortificado que su padre viera la lágrima que corría por su mejilla.
—Eso es una tontería, padre —dijo—. Se trataba de un matrimonio puramente político y todos lo sabíamos. Ahora nuestros países tienen algo más en común que el idioma… nuestras familias reales están emparentadas.
—Ay, cariño… —susurró su padre—. Mi pequeña Sarene. Tenía tantas ganas de que esto saliera bien… No sabes cuánto rezamos tu madre y yo para que encontraras allí la felicidad. ¡Idos Domi! No tendríamos que haber pasado por todo esto.
—Yo te hubiese obligado, padre. Necesitábamos imperiosamente el tratado con Arelon. Nuestra Armada no mantendrá a Fjorden alejado de nuestras costas demasiado tiempo… toda la Marina svordisana está bajo el control del Wyrn.
—Pequeña Sarene, tan crecida ya —dijo su padre a través del enlace seon.
—Crecida y plenamente capaz de casarse con un cadáver. —Sarene se rio débilmente—. Probablemente sea lo mejor. No creo que el príncipe Raoden hubiera resultado ser como lo imaginaba… tendrías que ver a su padre.
—He oído historias. Esperaba que no fueran ciertas.
—Pues sí que lo son —dijo Sarene, dejando que su insatisfacción con el monarca areleno consumiera su pena—. El rey Iadon es el hombre más desagradable que he conocido en mi vida. Apenas me prestó atención antes de despedirme, como diciendo, «vete a coser o a hacer cualquier otra cosa que hagáis las mujeres». Si Raoden se parecía en algo a su padre, creo que estoy mejor así.
El silencio se prolongó durante un momento antes de que su padre respondiera:
—Sarene, ¿quieres volver a casa? Puedo anular el contrato si quiero, no importa lo que estipulen las leyes.
La oferta era tentadora… más tentadora de lo que ella estaba dispuesta a admitir. Sopesó las distintas posibilidades.
—No, padre —dijo por fin, negando inconscientemente con la cabeza—. Tengo que quedarme. Esto fue idea mía y la muerte de Raoden no cambia el hecho de que necesitamos esta alianza. Además, si regresara a casa incumpliría la tradición: ambos sabemos que Iadon es ahora mi padre. No estaría bien que me acogieras de nuevo en tu casa.
—Yo siempre seré tu padre, Ene. Domi maldiga las costumbres: Teod siempre estará abierta para ti.
—Gracias, padre —respondió Sarene en voz baja—. Necesitaba oír eso. Pero sigo pensando que debería quedarme. Por ahora, al menos. Además, puede ser interesante. Tengo una corte nueva llena de gente con la que jugar.
—Ene… —dijo su padre, aprensivo—. Conozco ese tono. ¿Qué estás planeando?
—Nada. Hay unos cuantos asuntos en los que quiero meter las narices antes de dar por perdido definitivamente este matrimonio.
Tras unos instantes de silencio, su padre prorrumpió en carcajadas.
—Domi los ampare… No saben qué les hemos enviado. Ve despacito con ellos, Palo de Leky. No quiero recibir una nota del ministro Naolen dentro de un mes diciéndome que el rey Iadon se ha escapado para ingresar en un monasterio korathi y el pueblo areleno te ha nombrado su monarca.
—De acuerdo —dijo Sarene con una sonrisa débil—. Esperaré al menos dos meses, entonces.
Su padre estalló en otra de sus características carcajadas: un sonido que le hizo a Sarene más bien que ninguna de sus palabras de consuelo o ninguno de sus consejos.
—Espera un momento, Ene —dijo su padre cuando dejó de reír—. Déjame que llame a tu madre. Querrá hablar contigo. —Entonces, al cabo de un momento, se rio—. Va a quedarse muerta cuando le diga que ya has matado al pobre Raoden.
—¡Papá! —dijo Sarene… Pero él se había marchado ya.
Editado: 15.09.2022