Me temo que no hay esperanza alguna para el rey. —Hrathen se cruzó de brazos pensativo mientras contemplaba la sala del trono.
—¿Gracia? —preguntó Dilaf.
—El rey Iadon —explicó Hrathen—. Esperaba salvarlo… aunque en realidad no esperaba que la nobleza me siguiera sin pelear. Están demasiado atrincherados en sus costumbres. Tal vez si hubiéramos llegado justo después del Reod… Naturalmente, no estábamos seguros de que la enfermedad que había afectado a los elantrinos no nos afectara también a nosotros.
—Jaddeth abatió a los elantrinos —dijo Dilaf con fervor.
—Sí —respondió Hrathen, sin molestarse en mirar al otro hombre—. Pero con frecuencia Jaddeth usa procesos naturales para imponer Su voluntad. La peste mata a fjordells además de arelenos.
—Jaddeth protegería a sus elegidos.
—Por supuesto —dijo Hrathen, distraído, mirando insatisfecho la sala del trono. Había hecho la oferta cumpliendo con su deber, sabiendo que la forma más sencilla de convertir Arelon sería convertir a su gobernante, pero no esperaba que Iadon respondiese favorablemente. Si el rey hubiese sabido cuánto sufrimiento podía evitar con una simple profesión de fe…
Ya era demasiado tarde; Iadon había rechazado formalmente a Jaddeth. Tendría que dar ejemplo con él. Sin embargo, Hrathen necesitaba ser cuidadoso. Los recuerdos de la revolución duladen todavía estaban frescos en su memoria: la muerte, la sangre, el caos. Había que evitar un cataclismo semejante. Hrathen era un hombre severo, y decidido, pero no le gustaban las carnicerías.
Naturalmente, con solo tres meses de tiempo, tal vez no tuviera otra opción. Para lograr el éxito, quizá tuviera que incitar a una revuelta. Más muerte y más caos… cosas horribles que arrojar sobre una nación que aún no se había recuperado de su última revolución violenta. Sin embargo, el Imperio de Jaddeth no se quedaría sentado esperando porque unos cuantos nobles ignorantes se negaran a aceptar la verdad.
—Supongo que esperaba demasiado de ellos —murmuró Hrathen—. Después de todo, solo son arelenos. —Dilaf no respondió al comentario—. He advertido a alguien raro en la sala del trono, arteth —dijo Hrathen mientras se volvían y salían del palacio, dejando atrás esculturas y sirvientes sin dirigirles siquiera una mirada—. Una mujer. Tal vez puedas ayudarme a identificarla. Es aónica, pero más alta que la mayoría de los arelenos, y tiene el pelo mucho más claro que el areleno medio. Parecía fuera de lugar.
—¿Cómo vestía, Su Santidad? —preguntó Dilaf.
—De negro. Toda de negro con un cinturón amarillo.
—La nueva princesa, Gracia —susurró Dilaf, la voz de pronto cargada de odio.
—¿Nueva princesa?
—Llegó ayer, igual que tú. Iba a casarse con Raoden, el hijo de Iadon. —Hrathen asintió. No había asistido al funeral del príncipe, pero se había enterado del hecho. No estaba al corriente, sin embargo, del inminente matrimonio. El compromiso tenía que haberse concertado recientemente.
—¿Sigue aquí, aunque el príncipe ha muerto? —preguntó. Dilaf asintió.
—Desgraciadamente para ella, el contrato de los esponsales reales la convirtió en su esposa en el momento en que murió.
—Ah —dijo Hrathen—. ¿De dónde es?
—De Teod, Gracia.
Hrathen asintió, explicándose el odio que teñía la voz de Dilaf. Arelon, a pesar de la blasfema ciudad de Elantris, al menos tenía alguna posibilidad de redención. Teod, sin embargo, era la patria del Shu-Korath, una secta degenerada del Shu-Keseg, la religión paterna del Shu-Dereth. El día en que Teod cayera bajo la gloria de Fjorden sería en efecto un día de gozo.
—Una princesa teoisa podría ser un problema —murmuró Hrathen.
—Nada puede retrasar al Imperio de Jaddeth.
—Si nada pudiera retrasarlo, arteth, entonces ya abarcaría todo el planeta. Jaddeth se complace en permitir a Sus servidores servirle, y nos concede la gloria de hacer que los necios se sometan a nuestra voluntad. Y de todos los necios del mundo, los necios de Teod son los más peligrosos.
—¿Cómo podría una mujer ser un peligro para ti, Su Santidad?
—Bueno, para empezar, su matrimonio significa que Teod y Arelon tienen un lazo de sangre formal. Si no somos cuidadosos, tendremos que combatir con ambos a la vez. Es más probable que un hombre se considere a sí mismo un héroe cuando tiene un aliado que lo apoya.
—Comprendo, Gracia.
Hrathen asintió, saliendo a la calle iluminada.
—Presta atención, arteth, y te enseñaré una lección muy importante, una lección que pocas personas conocen y aún menos pueden utilizar adecuadamente.
—¿Qué lección es esa? —preguntó Dilaf, siguiéndolo de cerca. Hrathen sonrió levemente.
—Te enseñaré el modo de destruir una nación, el medio por el que Jaddeth puede derribar imperios y tomar el control de las almas de la gente.
—Estoy… ansioso por aprender, Gracia.
—Bien —dijo Hrathen, contemplando la enorme muralla de Elantris al otro lado de Kae. Se alzaba sobre la ciudad como una montaña—. Llévame allí. Deseo ver a los señores caídos de Arelon.
Cuando Hrathen llegó a la Ciudad Exterior de Kae, advirtió lo expugnable que era. Ahora, desde la cima de la muralla de Elantris, podía ver que había subestimado lo patéticas que eran las fortificaciones de Kae. Hermosas terrazas escalonadas corrían por la cara externa de la muralla de Elantris, proporcionando fácil acceso a la parte superior. Eran firmes construcciones de piedra; sería imposible destruirlas en caso de emergencia. Si los habitantes de Kae se retiraban hacia Elantris, quedarían atrapados, no protegidos.
No había arqueros. Los miembros de la guardia de la ciudad de Elantris llevaban grandes lanzas que parecían demasiado pesadas como armas arrojadizas. Se pavoneaban orgullosos con su uniforme amarillo y marrón sin coraza y, obviamente, se consideraban mejores que la milicia regular de la ciudad. Sin embargo, por lo que Hrathen había oído, la guardia ni siquiera era necesaria para mantener a los elantrinos allí dentro. Las criaturas rara vez intentaban escapar, y la muralla de la ciudad era demasiado extensa para que la guardia la patrullara intensamente. La fuerza era más una demostración pública que un auténtico ejército; el pueblo de Kae se sentía mucho más cómodo viviendo junto a Elantris si un contingente de soldados vigilaba la ciudad. No obstante, Hrathen sospechaba que en una guerra los miembros de la guardia apenas serían capaces de defenderse a sí mismos, y mucho menos a la población de Kae.
Arelon era un tesoro esperando a ser saqueado. Hrathen había oído hablar de los días de caos posteriores a la caída de Elantris, y de los incalculables bienes que habían sido expoliados en la magnífica ciudad. Todo lo de valor estaba ahora concentrado en Kae, donde la nueva nobleza vivía prácticamente desprotegida. También había oído que, a pesar de todo, buena parte de la riqueza de Elantris (obras de arte demasiado grandes para su traslado u objetos más pequeños que no habían sido robados antes de que Iadon pusiera en práctica el aislamiento de la ciudad) permanecía dentro de las murallas prohibidas de Elantris.
Solo la superstición y la inaccesibilidad impedían que Elantris y Kae fueran violadas por los invasores. Las bandas de ladrones más pequeñas estaban demasiado asustadas por la reputación de Elantris. Las bandas grandes estaban o bien bajo control fjordell (y por tanto no atacarían hasta que se les ordenara hacerlo) o habían sido sobornadas por los nobles de Kae para mantenerse apartadas. Ambas situaciones eran de naturaleza extremadamente provisional.
Y básicamente ese era el motivo por el que, según Hrathen, estaba justificado emprender una acción extrema para poner Arelon bajo el control de Fjorden… y bajo su protección. La nación era un huevo en equilibrio en la cima de una montaña, esperando que la primera brisa lo despeñara. Si Fjorden no conquistaba pronto Arelon, el reino se desplomaría bajo el peso de una docena de problemas diferentes. Más allá de un gobernante inepto, Arelon sufría las lacras de una clase trabajadora acosada por los impuestos, la incertidumbre religiosa y la escasez de recursos. Todos estos factores competían para descargar el golpe final.
Los pensamientos de Hrathen fueron interrumpidos por una respiración entrecortada a su espalda. Dilaf se encontraba al otro lado del paseo de la muralla, contemplando Elantris. Tenía los ojos muy abiertos, como los de un hombre a quien han golpeado en el estómago, y la mandíbula apretada. A Hrathen le extrañó que no echara espuma por la boca.
—Los odio —susurró Dilaf con voz áspera, casi ininteligible. Hrathen cruzó el paseo para situarse junto a Dilaf. Como la muralla no había sido construida para propósitos militares, carecía de almenas, pero en ambos lados habían levantado parapetos de seguridad. Hrathen estaba apoyado contra uno de ellos, asomado, estudiando Elantris.
No había mucho que ver; Hrathen había estado en arrabales más prometedores que Elantris. Los edificios estaban tan deteriorados que era un milagro que alguno aún tuviera tejado, y el hedor era nauseabundo. Le pareció imposible que nadie pudiera vivir en la ciudad hasta que vio algunas formas corriendo furtivamente por el costado de un edificio. Los hombres iban agachados y con las manos extendidas, como a punto de ponerse a cuatro patas. Uno se detuvo, alzó la cabeza, y Hrathen vio a su primer elantrino.
Era calvo, y al principio Hrathen pensó que su piel era oscura, como la de un miembro de la casta noble jindo. Sin embargo, podía ver también manchas gris claro en la piel de la criatura: grandes zonas irregulares, como liquen sobre piedra. Entornó los ojos, inclinándose contra el parapeto. No distinguía los ojos del elantrino, pero de algún modo Hrathen sabía que serían salvajes y feroces, furtivos como los de un animal acosado.
La criatura se marchó con sus compañeros… su manada. «Así que esto es lo que hizo el Reod —se dijo Hrathen—. Convirtió a dioses en bestias.» Jaddeth simplemente había tomado lo que había en sus corazones y lo había mostrado al mundo para que lo viera. Según la filosofía derethi, lo único que separaba a los hombres de los animales era la religión. Los hombres podían servir al Imperio de Jaddeth; las bestias solo podían servir a su propia lujuria. Los elantrinos constituían el colmo de la arrogancia humana: se habían considerado a sí mismos dioses. Su orgullo desmedido les había valido su destino. En otras circunstancias, Hrathen se hubiese contentado con dejarlos con su castigo.
Sin embargo, los necesitaba.
Hrathen se volvió hacia Dilaf.
—El primer paso para tomar el control de una nación, arteth, es el más sencillo. Busca a alguien a quien odiar.
—Háblame de ellos, arteth —pidió Hrathen, entrando en su habitación en la capilla—. Quiero saber todo lo que sabes.
—Son criaturas horribles y repulsivas —susurró Dilaf, entrando después de Hrathen—. Pensar en ellos hace que mi corazón enferme y mi mente se sienta manchada. Rezo cada día por su destrucción.
Hrathen cerró la puerta de sus aposentos, insatisfecho. Era increíble que un hombre fuera tan apasionado.
—Arteth, comprendo que tienes fuertes sentimientos —dijo Hrathen con severidad—, pero si vas a ser mi odiv necesitarás ver más allá de tus prejuicios. Jaddeth ha colocado a esos elantrinos ante nosotros con un propósito en mente, y no puedo descubrir ese propósito si te niegas a contarme algo útil.
Dilaf parpadeó, sorprendido. Entonces, por primera vez desde su visita a Elantris, un cierto grado de cordura regresó a sus ojos.
—Sí, Gracia. —Hrathen asintió.
—¿Viste Elantris antes de su caída?
—Sí.
—¿Era tan hermosa como dice la gente? —Dilaf asintió hoscamente.
—Prístina, blanqueada por las manos de esclavos.
—¿Esclavos?
—Todo el pueblo de Arelon era esclavo de los elantrinos, Gracia. Eran falsos dioses que daban promesas de salvación a cambio de sudor y trabajo.
—¿Y sus legendarios poderes?
—Mentiras, como su supuesta divinidad. Un engaño cuidadosamente elaborado para infundir respeto y miedo.
—Después del Reod se produjo el caos, ¿correcto?
—Hubo caos, matanzas, disturbios y pánico, Gracia. Entonces los mercaderes se hicieron con el poder.
—¿Y los elantrinos? —preguntó Hrathen, tomando asiento ante su mesa.
—Quedaron pocos —dijo Dilaf—. La mayoría murió en los tumultos. Los que quedaban fueron confinados en Elantris, igual que todos aquellos a los que alcanzó la Shaod a partir de ese día. Tenían el aspecto que acabas de ver hoy, encogido e infrahumano. Su piel estaba cubierta de negras cicatrices, como si alguien les hubiera arrancado la carne y revelado la oscuridad de debajo.
—¿Y las transformaciones? ¿Remitieron después del Reod? —preguntó Hrathen.
—Continúan, Gracia. Se producen por todo Arelon.
—¿Por qué los odias tanto, arteth?
La pregunta había sido repentina, y Dilaf dudó un instante.
—Porque son pecadores.
—¿Y?
—Nos mintieron, Gracia. Hicieron promesas de eternidad, pero ni siquiera pudieron mantener su propia divinidad. Los escuchamos durante siglos y fuimos recompensados con un grupo de lisiados viles e impotentes.
—Los odias porque te decepcionaron.
—A mí no, al pueblo. Yo era seguidor derethi años antes del Reod. —Hrathen frunció el ceño.
—¿Entonces estás convencido de que no hay nada sobrenatural en los elantrinos aparte del hecho de que Jaddeth los maldijo?
—Sí, Gracia. Como decía, los elantrinos difundieron muchas falsedades para reforzar su divinidad.
Hrathen sacudió la cabeza, luego se levantó y empezó a quitarse la armadura. Dilaf se dispuso a ayudarlo, pero Hrathen rechazó al arteth.
—¿Cómo explicas entonces la súbita transformación de gente corriente en elantrinos, arteth?
Dilaf no tenía respuesta a eso.
—El odio ha debilitado tu capacidad de discernimiento, arteth —dijo Hrathen, colgando su peto en la pared, junto a su mesa, y sonriendo. Acababa de experimentar un destello de inspiración: una parte de su plan de pronto encajaba en su lugar—. Suponemos que porque Jaddeth no les dio poderes, no tenían ninguno.
Dilaf se puso pálido.
—Lo que dices es…
—Blasfemia no, arteth. Doctrina. Hay otra fuerza sobrenatural además de nuestro dios.
—Los svrakiss —dijo Dilaf en voz baja.
—Sí.
Svrakiss. Las almas de los hombres muertos que odiaban a Jaddeth, los enemigos de todo lo sagrado. Según el Shu-Dereth, no había nada más amargo que un alma que hubiera tenido su oportunidad y la hubiera rechazado.
—¿Crees que los elantrinos son svrakiss? —preguntó Dilaf.
—Es doctrina aceptada que los svrakiss pueden controlar los cuerpos del mal —dijo Hrathen, desatándose las grebas—. ¿Es tan difícil creer que hayan estado controlando los cuerpos de los elantrinos, haciéndolos parecer dioses para engañar a los bobos faltos de espiritualidad?
Los ojos de Dilaf se iluminaron; Hrathen advirtió que la idea era nueva para el arteth. De repente, su destello de inspiración no le pareció ya tan brillante.
Dilaf observó a Hrathen un momento, luego habló.
—No lo crees en serio, ¿verdad? —preguntó, en un tono indebidamente acusador para tratarse de alguien que se dirigía a su hroden.
Hrathen tuvo cuidado de no dejar ver su incomodidad.
—No importa, arteth. Tiene lógica: la gente lo creerá. Ahora mismo todo lo que ven son los restos inmundos de lo que antaño fueron aristócratas: los hombres no odian esos restos, los compadecen. Los demonios, sin embargo, son algo que todo el mundo puede odiar. Si acusamos a los elantrinos de ser demonios, entonces tendremos éxito. Tú ya odias a los elantrinos; eso está bien. Sin embargo, para que los demás se unan a ti, tendrás que darles otros motivos aparte de «nos decepcionaron».
—Sí, Gracia.
—Somos hombres religiosos, arteth, y debemos tener enemigos religiosos. Los elantrinos son nuestros svrakiss, tanto da que posean las almas de hombres malignos muertos hace mucho o de hombres malignos vivos.
—Por supuesto, Su Santidad. ¿Los destruiremos? —Había ansiedad en el rostro de Dilaf.
—A su debido tiempo. De momento, los utilizaremos. Descubrirás que el odio puede unir a la gente más rápida y más fervientemente que la devoción.
Editado: 15.09.2022