Ángel.
La radio sonaba en volumen suficientemente alto como para no sentirme nervioso mientras Gwren no hacía más que morderse la uña de su dedo pulgar. Se había quitado su sudadera y lanzado al asiento trasero después de mullirse en el del copiloto, me encantaba la manera en que se hacía pequeñita, pero en esa ocasión, sentí que algo andaba mal. Llevé mi mano al gollete y metí dos de mis dedos en el cuello de mi camiseta de botones que ajusté demasiado en la mañana.
Quizá y el radar, del que tanto alardea Gwren que tengo, no esté tan mal.
La noche era cálida, las estrellas tiritaban en el cielo, como si tuviesen vida propia mientras la luna cuarto menguante resplandecía sobre éstas. Todo parecía surrealista, sacado de una de las mejores pinturas de museo — bien podría ser una inspiración para una segunda Noche Estrellada — y las leves olas de la litoral que bordea toda Atenas, ayudaba bastante a crear el efecto
Dejé salir todo el aire, que no sabía estaba conteniendo, antes de mirar de reojo a la morena. Desde lo ocurrido con la boda la contrariedad me dominó en más de un sentido, no solo por las reacciones de Gwren hacía conmigo sino su raro comportamiento de cuando en cuando. Entendía que la conmoción, por lo del embarazo de Jane, había sido la gota que derramó el vaso no sólo para romper aún más su corazón y sacarla de órbita sino para desquebrajar una parte de nosotros. Ella juró solemne que todo estaba bien e iba viento en popa, pero ella no podía ocultar la fragilidad de todo, mucho menos el cambio tan notorio en ella. Gwren se trastornó en algo diferente: más maduro y sagaz. Me gustaba, pero no me acostumbraba del todo, a veces me hacía sentir en un mundo paralelo donde otra tomaba su lugar.
Coloqué una mano sobre su rodilla en un intento por llamar su atención, ella abandonó la vista de la ventana y me encaró. Sus inteligentes ojos marrones me recibieron desapercibido, llenos de miles de emociones y pensamientos tan alejados de mí que no pude entender en lo más mínimo. Me estudió un momento antes de alejar la barrera que formaba uno de sus brazos de su cara.
— ¿Estás bien? — pregunté, viéndola de reojo. Me regaló lo más cercano a una sonrisa.
— Sí, es sólo que…— el sonido de un teléfono interrumpió su línea. Gwren buscó distraídamente entre los bolsillos de su sudadera en el asiento trasero y leyó el mensaje. Su ceño se frunció escandalosamente, confundiéndome y preocupándome aún más.
— ¿Sucede algo?
— Mi papá no está en casa… — me miró —. Fue a cenar con mi madre.
— ¿Eso es algo malo?
— Es extraño.
Asentí con la cabeza.
No volvimos a hablar durante el trayecto a su casa. Gwren se dedicó a ignorarme, atendiendo fijamente cada uno de los detalles de la carretera y a hacerse más pequeña en su asiento si es que eso era posible. Tenía muchas ganas de preguntarle qué ocurría dentro de su cabeza, pero me contuve, si por algo no quería tocar el tema era mejor no echar a perder sus planes. Quizá y después, pensé en un intento por calmarme. Yo mismo me dediqué a mi tarea de apretar los labios en todo el camino.
Ubiqué la casa de Gwren rápidamente. Vivía en los apartamentos más escondidos de la calle Plaka, uno de los rincones más bonitos de toda Atenas caracterizado principalmente por la entrada a ésta donde una kudzu de pétalos rosas te seguía en toda tu aventura como turista. La morada de la morena era un compartimento de dos pisos con todo el sentido hogareño fulgurando por doquier, desde la cerca pintada de forma casera hasta el jardín cuidado en cada uno de los detalles hasta parecer sacado de una revista de floricultura. Aparqué cerca del camino empedrado que daba acceso.
— ¿Quieres quedarte unos segundos? — pregunté. Gwren dejó caer la espalda al asiento, lucía molida y llena de cansancio.
— No realmente, lo único de lo que tengo ganas es de meterme en la cama — su voz era apenas un murmullo. Me estremecí.
Lo pensó un momento antes de regalarme el más casto de los besos en la mejilla, percibí el temblor de sus labios pese a su corta duración. El flequillo se había liberado de su coleta mal hecha y me acariciaba la piel suavemente, provocándome cosquillas; me inundé en el aroma de su cabello tan característico de ella y que me volvía loco: frambuesas. Sujeté sus brazos antes de que pudiese alejarse y la acerqué aún más a mí, sin importarme sus vanos intentos por zafarse que al final terminaron siendo nulos.
Su rostro se escondió en mi pecho mientras se acomodaba en mi regazo; una de sus manos se dedicó a dibujar pequeños círculos a la altura de mi pecho, ocasionando que diminutas y casi imperceptibles corrientes eléctricas contorneasen todo mi cuerpo. Bajé la cabeza hacía su rostro y besé su frente, sus mejillas, la punta de su nariz y, finalmente, sus labios.
— No quiero que te vayas — murmuré en su boca, ella constriñó mi camisa.
— Ángel… — inició. Sus ojos brillaron al verme —. Quiero irme, en serio, estoy agotadísima.
— Está bien, pero prométeme que mañana vas a estar ahí conmigo — mis brazos la apretaron aún más a mi pecho, mis labios rozaron su oreja haciendo que se removiera en su sitio—. Mañana es mi cumpleaños, me agradaría pasarlo contigo.
Se rio.
— ¿Es una broma, verdad? — negué la cabeza a mi penar —. ¿El día de San Valentín?
Puse los ojos en blanco.
No era novedad que la mayoría de las personas se burlasen de mí por la fecha de mi cumpleaños, me había acostumbrado bastante bien en mis veintidós años de vida, pero aun así, no eran suficientes para tomarme a diversión el apodo favorito e idea original de Vince: Cupido, como si fuese un experto en el amor. Para mis padres no sólo fue una mera sorpresa que naciese en un día festivo sino que la tradición se repitiese con mi hermana Sara el día de la Independencia de Grecia (25 de marzo) aunque claro, no consiguió exactamente el mismo efecto ¡No señores! Fuegos artificiales son mil veces mejor que apodos de personajes en pañales.
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Editado: 29.10.2020