La profesora sería el Australophitecus sin los 3 000 000 años de antigüedad
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Geneden
Cuando cursas la preparatoria, normalmente a los alumnos se los reconocen por apellidos. A los profesores les gusta y casi puedo asegurar que sabemos el apellido de la mayoría, pero si conocen tu nombre y apellido, considérate parte de la élite que tiene un puesto principal en Clifton.
En la preparatoria, por ejemplo, todos saben que la chica perfecta es Rachel Cho. ¿Lo ven? Nombre y apellido, la combinación perfecta para ser reconocidos y estar en conversaciones dentro y fuera del colegio y eso solo se consigue muy pocas veces. Algunas haciendo el ridículo y otra, totalmente distinto, actuando filatrópicamente. Rachel Cho hornea galletas suficientes para todo el salón de industria alimentaria, hace preciosos bordados en pañoletas para regalar y es porrista como también buena estudiante.
Ella es como las plantas G4 y su raro proceso de dividir los carbonos en cadena cuaternarias: extrañamente únicas.
Es muy perfecta, si hablamos en base a los comentarios en los pasillos, y sumemos otra bondad como su hoja de vida igual de impoluta que la superficie de su rostro. Ella tiene mucha suerte contra la acumulación de grasa en los poros de la piel y, a pesar que me lavo más de tres veces el rostro, tengo la piel más grasa que el aceite de bebés que mi hermana se unta detrás de las orejas para oler bien. Hoy, como si fuera un castigo cotidiano, me ha salido un grano indiscreto en la punta de la nariz.
¡Justo en la punta de mi nariz!
Rachel Cho es una suertuda.
Ella no ha tenido acné y si lo tuvo, o tiene, utiliza un buen maquillaje para esconderlo. Eso no me sirvió en la mañana y dudo mucho que desaparezca al día siguiente. No con mis casualidades inoportunas, como le dice mi hermana Olivia.
La voz dulce de Rachel se cuela entre mis pensamientos y vuelvo a enfocarla. Ella está frente a nosotros, más feliz que la semilla aducida por la gliberilina para florecer y utiliza una extraña varita afelpada para señalar sus dibujos en grafito.
Debo decir que nuestra profesora de historia, la maestra Pitchard, es amante de las exposiciones y siendo la primera semana después de las vacaciones, ella nos ha dejado escoger el tema de nuestra exposición. Normalmente, no es así y por eso dudé mucho si volver a inscribirme en su clase, pero es muy buena enseñando y yo quiero aprender. Sé que hay quienes gustan de los profesores flexibles y que parecen más que un amigo que otra cosa, pero soy diferente. Tal vez estoy en la minoría que se siente a gusto con la presión y exigencias —aunque me frustre y altere mi adrenalina en un buen sentido— para mantenerme atenta a la clase.
Si quiero aprender, debo permanecer enfocada, no desconcentrada por un mal chiste del profesor. El aprendizaje se logra por medio de la atención, una atención selectiva y que traspase nuestra memoria sensorial para incrustarse en nuestra memoria permanente y así recodificarse constantemente. Al menos tengo que hacerlo si quiero un SAT del que sentirme orgullosa y así no hacer cohecho pasivo impropio para ingresar a la universidad.
Así que puedo ser masoquista si me gusta volver por la misma tortura del semestre pasado. Es decir, sabía lo que hacía cuando seleccionaba mi horario y volver al punto del dolor no siempre significa que queremos sufrir de nuevo, solo regresamos para volver a sentir lo mismo pero antes de que se vuelva sufrimiento. Nos gusta volver al lugar donde nos sentimos como flores aunque nos marchitemos al final.
Por algo de suerte, me tocó exponer en la clase dieciséis y, ahora, es momento de las exposiciones de los inventos antes de que sean las exposiciones individuales. Todos ya tienen su rol de exposiciones y mientras uno de nosotros expone, los demás debemos hacer un resumen en el cuaderno.
Básicamente, las exposiciones sustituyen los exámenes, a diferencia de otros cursos donde sí o sí hay examen, y casi todos cruzamos los dedos antes de salir al frente porque de ahí depende nuestra nota preponderante para fin de año. Vale cincuenta por ciento, y las revisiones de cuadernos sustituye a lo faltante. Es obvio que nadie gusta de desperdiciar un buen puntaje al exponer. Sin embargo, Rachel Cho no actúa nerviosa. Nunca la vi nerviosa como los demás, pero tal vez lo aparenta muy bien.
Digo, nadie puede ser perfecto. Los humanos estamos hechos de errores y aciertos y, aunque difícilmente dejemos relucir nuestras equivocaciones, no podemos esconderlas por tanto tiempo
¿Dónde están sus defectos?
Cuando ella termina de exponer, y yo hago lo propio de terminar de escribir todo lo que dijo y agregando más datos que pasó por alto, y agradece nuestra atención, le aplauden. El sonido me parece injusto e incito a mis párpados entrecerrarse al ver mi alrededor.
Nadie, absolutamente nadie, aplaudió cuando acabé de hablar sobre el invento de la silla eléctrica y sus usos en el área de torturas. Esperaba un poco más de consideración con mi exhausta búsqueda de tres días para el día de hoy, pero parece que a nadie le interesa que William Kemmler fue el primer hombre ejecutado por electrocución el seis de agosto de 1890 —que por cierto, demoró ocho minutos para que muera— y, en cambio, todos adoran la forma risueña en que Rachel pronuncia la palabra draisiana por la cual antes era conocida un prototipo de la bicicleta actual.
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Editado: 18.02.2021