Elixir [impuros libro I] en edición

Prólogo

{1820}

Abel

El miraba cada rincón de la sala esperando por el siguiente cuando escuchó las risas por los ángeles y las burlas.

No era fácil su trabajo. Nunca fue sencillo quitarles su esencia.

La puerta se abrió dejando ver a un ángel con el rostro desfigurado por los violentos golpes y el cuerpo cubierto de moretones. Su abdomen estaba cortado, sin duda lo habían castigado con látigos antes de venir.

El cabello revuelto y cortado de forma desprolija sobre sus hombros le daban un aspecto más deprimente. Se veía derrotado, la cabeza mirando al piso y dejándose llevar por la violenta escolta que lo acompañaba.

Se había rendido, lo aventaron al suelo y el no movió ni un musculo, Abel por un momento pensó que no duraría tanto en la tierra si a duras penas se podía levantar en el cielo.

—¿Tenían que dejarlo tan mal? —preguntó Abel poniéndose a la altura del futuro desterrado.

Se les había pasado la mano. Le tomó la barbilla y tomo su tiempo para inspeccionar su cara, el pobre a duras penas mantenía los ojos abiertos, pero tenía la mirada perdida. No parpadeaba, no se movían sus ojos.

Era simplemente desgarrador.

—Eso no es de tu incumbencia, Alatum— dijo Uriel.

Alatum, ese apodo que recibió décadas atrás, por el desempeño que fundía siendo parte del cielo, un trabajo tan deprimente conllevaba un apodo igual de descriptivo, ¿O no?

—Ustedes los traen cada vez peor— se escusó con la esperanza de que sintieran algo de pena y dejaran de ser tan crueles

—Da igual, no tardarás mucho con este, creo que ni siquiera estará despierto para recordarlo.

El desterrado soltó un gemido de dolor cuando Cailón dio un pequeño azote en la herida abierta sobre su hombro.

Abel lo empujó para alejarlo.

Por santo cristo, se comportaban como unos malditos animales.

—Se dice gracias, creo que no te enseñaron modales ¿verdad? —ambos soltaron una carcajada.

Lo odiaba, siempre que traían a un desterrado le mataba la indiferencia con la que lo trataban. Como si no recordaran que hasta hace unas horas aún era considerado uno de los suyos.

—Largo de aquí— se limitó a decir—. No necesita público para lo que va a suceder y yo no quiero lidiar con traidores como ustedes.

—No te confundas, Alatum— replicó desde la puerta Uriel—, por algo nosotros seguimos aquí y él está por irse. El que traicionó a Dios con sus pecados fue el, no yo.

—Y tu recuerda que Lucifer se fue por tener la misma confianza con la que caminas por aquí, la soberbia te mandará con él.

Los dejaron solos en la fría habitación y Abel sintió como un escalofrío le recorrió por toda la espalda al ver que no parecía haberse movido el nuevo.

Se dedico a colocarle las correas en las muñecas tratando de no tocar las heridas.

—¿Cuál es tu nombre? —dijo Abel apoyándose en una rodilla para quedar a su altura.

El caído le dio la cara por fin.

—¿Acaso importa? —replicó con sarna—, no soy nada para nadie de aquí. ¿Por qué debería dártelo?

—No importa sino quieres decirme, solo trato de ser gentil.

—Gentil­— repitió con ironía—, tú eres el que me quitará mis alas ¿no es así? Dime, ¿Qué tan gentil puede ser eso?

Abel se levantó y caminó hacia la mesa de instrumental, siempre trataba de ser amable con los nuevos que llegaban a su tragedia. La mayoría llegaba de mal humor, el resto eran soberbios y presuntuosos, hacían parecer estar recibiendo su castigo con gloria, pero muy en el fondo él pensaba que mostraban una máscara para ocultar el miedo a su nueva vida.

—No sé quién te dijo que mi trabajo es placentero, pero créeme que si trato de sacar un tema de conversación es para que esto— señaló la sala con las manos en el aire—, sea menos horrible de lo que ya es.

El caído recargo la cabeza en el brazo, siempre que dejaban a uno en ese estado Abel no podía evitar tener pena. Para él sus alas lo eran todo, pero a esos desterrados no solo les quitaban el privilegio de formar parte de los ángeles, les arrancaban parte de su dignidad.

—No juzgo a los que vienen aquí porque todos tendrán sus razones.

Abel tomó el primer rociador que no pudiera sentir el proceso.

—Y talvez yo soy la excepción, pero a mí no me gusta tomar acciones por mí mismo contra los "traidores"— dijo levantando los dedos.

—¿Por qué las comillas? —preguntó—, ¿Tú como sabes que no hice algo horrible para merecer esto?

—No me importa. Yo no puedo olvidar que en algún momento fuiste uno de los nuestros. Hasta ayer caminabas entre nosotros, y no me interesa porque te vas.

Abel se colocó a su espalda y comenzó a rociar la sustancia por toda su espalda.

—Hiciste algo malo, eso lo tengo por seguro, pero...

—¿Cómo lo tienes tan seguro? —lo interrumpió.




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