Llegaba tarde. Como siempre. Y mientras llamaba a tu puerta pensaba, por vez infinita, cuál sería ese secreto que tenías que contarme. Tu mensaje me había parecido un enigma. Estuve todo el viaje leyéndolo una y otra vez. No había secretos entre nosotros. Yo era tu amigo desde el jardín de niños. Siempre te preferí a cualquier otro... Nos habíamos criado juntos, estudiamos juntos, nos reímos juntos y hasta lloramos juntos. Y ahora, íbamos a empezar la universidad juntos.
Toqué otra vez el timbre. Me impacienté. ¿Cómo podía ser que mi mejor amigo tuviera un secreto que yo no conocía? Empecé a sentirme ansioso, tenso, asustado. ¿Y si era una mala noticia? ¿Y si había algo malo contigo?
La puerta por fin se abrió. Primero vi un vestido ceñido a un cuerpo varonil. Luego vi un rostro totalmente maquillado, enmarcado en un cabello artificial, rubio platinado, contrastando con unas cejas oscuras y una piel bronceada. Y hasta ese momento no te reconocí. Y entonces vi tus ojos... Me mirabas como siempre: sincero, cálido, dulce, leal... Todavía un poco aturdido, alcancé a balbucear un saludo y me sonreíste. Entonces supe que eras tú. Siempre amé esa sonrisa y la reconocería hasta en otra vida...