Sus padres habían decidido traerla de noche para que ningún vecino hiciera preguntas incómodas. Aunque muy pocos sabían la verdad. Luna, de trece, había pasado el último mes en una clínica psiquiátrica. El diagnóstico: alucinaciones. Al parecer, ver gente muerta no era algo normal. Luna lo aprendió a las malas. Luna aprendió a callar para que la dejaran volver.
Cuando descendió del auto, miró con disimulo hacia un lado y hacia el otro. Ambas aceras estaban atiborradas de seres, como si se hubiesen puesto de acuerdo para irla a recibir. Luna ni siquiera parpadeó. Esbosó su mejor expresión pétrea, la misma que había practicado noches enteras en su celda. Y supo que funcionaba cuando vio la sonrisa complacida de su padre. "Por suerte, no hay nadie afuera", escuchó a su madre decir. Luna asintió levemente. Y mientras traspasaba el umbral de su puerta, le guiñó un ojo a un par de niños traslúcidos que jugaban en el jardín. Luna había aprendido a callar, pero nunca dejaría de ver...