Ella no existe. Pero sé su nombre.
Porque existe sellada en mi retina,
en mi memoria,
en el viento que se asemeja a su mano
y me acaricia y me transporta.
La recuerdo. Recuerdo su vida casi entera,
aunque la razón me diga que nunca ha vivido,
no hay certeza.
Recuerdo nuestros atardeceres a orillas del Tauber,
y cómo nos pintábamos una vida mejor
cada nueva tarde.
Recuerdo nuestro primer beso,
mi declaración de amor,
mi pedido para que no se fuera,
mi sonrisa aliviada al jurarme entre lágrimas
que a mi lado se quedaba.
Recuerdo el sabor de sus labios,
al besarme, al hablarme, al amarme,
aún cuando no soy capaz de describir con certera exactitud su rostro, sus manos, su semblante...
Porque no la conozco, nunca la he visto...
¡Ella no existe!
Es un remedio inventado de mi soledad
cuando se siente sola.
Pero si no existe, ¿por qué sé que la conocí,
que la amé?
Ella con otro nombre y yo, también.
En otra vida, en otro siglo, en otra piel,
pero la amé,
con esta misma alma melancólica
con la que a ésa, su alma, nunca olvidaré.