Durante las clandestinas noches
apasionados besos nos dábamos.
Un oscuro encuentro
con celo despeiné tus cabellos,
confundido me cubriste con tus brazos.
El momento de decir adiós
retumbaba en nuestros pechos
sedientos de eternidad.
—Es mejor que te deje descansar, no estoy haciendo mucho bien por aquí. Estarás en paz por unos días, para que mejores —le dijo Lidia a Ámbar al día siguiente después del desayuno—. No quiero causarte más daño. ¡Discúlpame si te he forzado! —Su expresión era de remordimiento.
La joven se mantuvo en silencio. Se encontraba recostada sobre la cama de hospital que todavía no la dejaba libre y sus ojos se fueron enrojeciendo hasta que por fin habló con más sosiego:
—Hasta la fecha lo único que ha hecho es ayudarme, quiere sacarme del encierro y yo le conté toda la verdad —le puntualizó con voz monótona—. Escúcheme bien, abogada, si quiere dejarme, lo entiendo; pero debo confesarle que no me gusta estar sola —las palabras salieron claras, aunque, en el fondo, deseaba suplicarle que no se fuera.
Castelo sintió la repentina necesidad de abrazarla y cobijar su tristeza. La sabía muy abandonada y también sabía que estaba débil. Irse parecía algo muy egoísta de su parte.
—Está bien. Pero es mejor hablar de temas… distintos —ofreció a cambio de su compañía.
Pero Ámbar mostró un semblante serio y enseguida refutó:
—Saque esa libreta que tanto odio, voy a decirle cada palabra que sé, cada cosa que sucedió. Ya es hora.
Lidia se sentía cansada. Apenas y durmió. Le preocupaban sus otros trabajos porque se atrasó, e incluso tuvo que ceder un par de casos a otros colegas. Pero tampoco quería dejarla en ese hospital donde las enfermeras trataban mejor a un cachorro que a un recién nacido.
—No necesito la libreta, lo apuntaré en mi cabeza —le dijo, estando sentada frente a ella mientras sostenía una de sus manos en señal de apoyo. Ya no sentía que hablaban como era en un principio, ahora la escuchaba como una amiga.
—Sé que ya se lo dije varias veces y debo tenerla cansada, pero quiero que comprenda que me enamoré de una manera muy intensa —pronunció con voz quebrada, respondiendo el apretón de manos que Lidia le dio—. Tal vez todo comenzó muy mal, pero pasó tan rápido que, cuando caí en la cuenta, ya no pude evitar quererlo. Fuimos muy felices lo poco que duró. No… —dudó por un momento y se aclaró la garganta—. No sé cómo lo sentía él. Como le comenté antes, no sé si podía amar, pero lo que hizo por mí me llevó a saber que había algo en su interior que lo movía a buscar que yo estuviera bien. —De pronto sus facciones se relajaron y comenzó a narrar con una calma extraña. Sus expresiones iban cambiando de forma tan drástica que era imposible ignorar que su mente se deterioraba poco a poco—. Adoraba disfrutar los atardeceres entre sus brazos, allá entre los maizales y el calor. Él siempre tenía las manos como ya le conté y me acostumbré tanto a ellas. ¡No sabe cuánto las extraño! —Se quedó un par de segundos en silencio, respiró y luego continuó—: Mi abuelo nunca fue como los otros del pueblo, él confiaba en mí y me dejaba hacer cosas que a otras muchachas no les permitían. Supongo que traicioné esa confianza al verme a escondidas con un hombre y lo he avergonzado mucho. Pero así son las cosas…
—Me dijiste que se lo presentaste —rebatió Lidia.
—Lo hice. Pero mi abuelo creía que éramos solo novios y ya, sin ir más lejos. Aunque ni eso me importó. La vieja casa donde nos encontrábamos se volvió un hogar para los dos. Podíamos pasar horas allí. Alan acomodó una habitación solo para nosotros. Nuestro pequeño espacio en el fin del mundo, ese era. —Se rio al revivir aquellos recuerdos—. Yo le enseñaba lo que sabía y él aprendía como un niño inocente.
A pesar de que sonreía, la abogada contempló a Ámbar: estaba pálida y maltratada. Unos cardenales púrpuras aparecieron debajo de sus ojos. El cansancio y la enfermedad la consumían, robándole el color de las mejillas y el brillo en los ojos; incluso las pecas parecían que se iban borrando poco a poco.
—¿Cómo te has sentido? —la cuestionó preocupada.
Muy temprano Lidia tuvo que hacer un par de llamadas para evitar que las increíbles recuperaciones sin secuelas de su cliente llegara a los noticieros y que su caso se hiciera público. Ámbar no necesitaba aparecer en televisión como una rareza médica, ya tenía suficiente con lo que le pasaba como para volverse “un milagro”, o peor aún, una rata de laboratorio.
—Quisiera mentirle, pero en realidad no, no me siento bien —respondió calmada, volviendo al presente—. Pero intento estarlo y que las personas crean que me encuentro entera. —Ladeó su cabeza hacia Lidia y su tono de voz se hizo más grave—: Dígame, abogada, ¿qué tal la pasa fingiendo que es fuerte?
Lidia se sorprendió por la pregunta y no supo qué decir. ¡Era verdad! Ella siempre se mostraba fuerte y flemática, pero no era su culpa, su estilo de vida le exigía ser así y no se había dado cuenta de lo mucho que ocultaba ante los demás.
—No… yo… —vaciló y después desvió la pregunta—: ¿Sabes?, no hablemos de mí, es aburrido. Sigue contándome lo tuyo, por favor.
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Editado: 27.05.2024