En un mundo donde el amor,
diferente y escandaloso,
se considera deshonra,
mi única arma es tu voz
que me guía,
me cambia
y me somete.
El reloj azul oscuro que pendía de un viejo clavo situado por encima del escritorio de la entrada marcaba las tres de la tarde. Era justo la hora que Lidia esperaba: volver a ver a Ámbar después de largos días de restricción. Había salido del hospital por su propio pie para asombro de todos los que conocían su estado. Ahora se encontraba de vuelta en su pequeña jaula. El juicio estaba próximo y necesitaba con urgencia saber lo que faltaba de su historia. Apenas la vio, se percató de que se mantenía más calmada.
Castelo sentía que estaba tardando demasiado en concebir una buena defensa, y decidió que era necesario buscar más alternativas o Ámbar correría un alto riesgo de no poder salir de ese triste lugar.
—Buenas tardes —la saludó animada al sentarse frente a ella, aunque en su mirada se notaba un gran cansancio y las ojeras debajo de sus bellos ojos color miel parecían más ennegrecidas, haciéndola parecer más adulta de lo que en realidad era. Sus curvas desaparecieron y el uniforme se le veía flojo por la delgadez—. ¡El médico ese es un estúpido!
—Él solo quiere tu bienestar —dijo conmovida porque su estado le preocupaba.
Lidia confirmó, por medio de otra colega, que la familia de la “víctima” sobornó a varias personas importantes para que condenaran a su cliente a la pena máxima, incluso a testigos. El odio desmedido de los humanos a veces los vuelve ciegos y sordos, el rencor los convierte en animales dispuestos a atacar a todo lo que se les atraviese en el camino de la venganza.
—Usted también quiere eso para mí y no entiendo por qué negarme su visita… De verdad la extrañé. Pero… —Concentró su mirada en ella, entrecerrando los ojos—. La siento rara. ¿Le pasó algo? Me lo puede contar si quiere.
Parecía que Ámbar leía su mente. Desde el último día que la vio pasaron cosas que la mantenían pensativa, como la atracción hacia Carlos que se volvía más fuerte y la comunicación paranormal que todavía no terminaba de creer. Sin embargo, prefirió no compartírselo, al menos por unos días más.
—No, nada —mintió y cambió de forma drástica el tema al sacar la libreta—. Hemos avanzado mucho en tu narración de los hechos. Creo que es momento de que lleguemos a la parte que no te gusta. El juicio es en dos semanas y necesito que terminemos. —La observó con pena al saber que sufría cada vez que revivía lo sucedido, pero, si quería liberarla, tenían que cruzar ese oscuro terreno.
La chica hizo una mueca de tristeza, luego resopló para sí misma y comenzó a decir un montón de palabras en dialecto que Lidia no comprendía, pero pronto se supo controlar, respiró muy hondo y volvió a estar tranquila.
—Supongo que sí… Es hora… —Divagó por unos segundos hasta que se centró en el objetivo.
Castelo mantuvo la libreta abierta sobre la mesa con la pluma a un lado y apoyó los codos para escuchar atenta.
—El pacto que hicieron, ¿recuerdas? Fue lo último que platicamos.
—Oh, sí —susurró, sobándose la muñeca izquierda para después rascársela hasta que se lastimó su frágil piel—. Después de ese día, Alan no volvió a aparecerse por más de una semana. Yo sentía que algo malo le había pasado. Él no desaparecía así como así. Estaba preocupada, pero frente a la gente me portaba normal y decía que Alan regresaría pronto si algún metiche preguntaba.
—¿En qué momento sucedió lo del pueblo? Me refiero al incendio —preguntó intentando sonar casual a pesar de ser la pregunta que ardía en sus labios.
Ámbar levantó veloz una mano.
—Para poder llegar a esa parte tengo que contarle primero sobre el día en que lo encontré casi muerto. —Sus ojos se abrieron con exageración al decirlo.
De pronto el ambiente se sintió más denso.
—¡¿Muerto dices?! —exclamó Lidia, sorprendida.
—¡No! Dije “casi muerto”. O tal vez sí lo estaba porque cuando llegué a él sangraba por todos lados… No sé… Los recuerdos están todos revueltos… —Se llevó las manos temblorosas a la cabeza como lo había hecho en otras ocasiones.
Lidia extendió su brazo y la sujetó del hombro.
—Tranquila —le dijo en voz baja, y cuando vio que ella se irguió sobre la silla, prosiguió—: Poco a poco. Respira. Podemos parar si es mejor para ti.
—¡Un aullido! —tartamudeó Ámbar, ignorando por completo su comentario.
—¿Escuchaste un aullido?
Ella asintió y sus ojos se pusieron cristalinos.
—Eran como las nueve de la noche y yo recogía la ropa de los tendederos que teníamos afuera de la casa. No fue cualquier aullido, fue uno de dolor. Se oyó muy claro… —Su respiración se iba acelerando mientras pronunciaba cada palabra—. Sé que suena tonto, pero allí supe que Alan tenía que ver. Me lo dijo mi corazón. Así que corrí entre los maizales y la oscuridad de la luna nueva sin saber a dónde ir, pero perseguía el aullido, hasta que dejó de escucharse. Me sentía tan desesperada, lloré de miedo, busqué con la mirada hasta que ¡lo vi tirado! Supe que era él con solo ver una mano. Me acerqué y estaba repleto de sangre que seguía saliendo…
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Editado: 27.05.2024