Una vez cómodas, Ámbar continuó con la expresión seria:
—En uno de los encuentros que tuvimos me confesó que no iba a poder quedarse conmigo por mucho tiempo. Se le podía ver la pena en la mirada y sufrimos juntos.
—¿Por qué? —Una extraña sensación la recorrió porque a su mente llegó el encuentro con el misterioso hombre del segundo piso.
—Él dijo que no contaba con un alma para poder mantenerse como humano. Se consideraba un ente intruso. Tarde o temprano llegaría la hora de que se regresara de donde sea que viniera.
—¿Por qué no solo robó otro cuerpo? —A pesar de sonar tan fantasiosa, su pregunta la estremeció.
—Lo mismo le pregunté. Resulta que si hacía eso, sus recuerdos conmigo se borrarían y regresaría a ser el mismo que conocí. Volvería a matar y ninguno quería eso. —Movió cuatro veces la cabeza de lado a lado, despeinándose—. Yo… yo no estaba dispuesta a dejarlo ir sin intentarlo, así que quise ayudar.
—¿Y ahí es donde entra lo de la… brujería? —la cuestionó interesada aunque no creía ni siquiera en el agua bendita.
—Sí, pero el precio fue muy caro; más de lo que creí… —Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas, pero fue capaz de controlar las ganas de perderse una vez más.
La abogada tenía claro que las charlas con ella siempre eran una montaña rusa de emociones que iban y venían.
—Si quieres podemos cambiar el tema…
—Verá —prosiguió sin darle espacio de frenarla—, nunca sabré cuál era su nombre real porque no podía decírmelo, pero comprendí que el cuerpo que usaba tenía una clase de “caducidad” y dejaría de servirle. Según me dijo, eso pasaría porque necesitaba tener un alma, como si fuera su fuente de energía. Su tiempo se acababa y no dudé en ir con las mujeres de las afueras. Nosotros las conocemos como las tetlachihui[1].
—¿Las tetlachihui? —Desconocía por completo sobre el tema—. ¿Y ellas qué son?
—Son mujeres, como nosotras, solo que ellas conservaron el conocimiento antiguo y lo guardan como un gran tesoro. Viven alejadas, salen muy poco y no hablan con la gente. Hasta tienen su propio dialecto. Se supone que está prohibido visitarlas, existe un acuerdo de paz. No debemos ni siquiera acercarnos. Pero el amor… —suspiró—, nos lleva a cometer locuras.
—No digas eso —quiso ser condescendiente.
—¡Es la verdad! —fue tajante al decirlo y se secó con la sábana las saladas gotas que corrían por su mentón—. Hacemos cosas estúpidas en su nombre. Y yo fui tan terca que las busqué y les pedí su ayuda. Quería encontrar algo que me pudiera servir para que él se quedara conmigo. —Extendió las manos, buscando abrazar a quien extrañaba.
—¿Aceptaron tu petición?
—Al principio se negaron, pero convencí a dos de ellas cuando regresé con una generosa despensa de frutas y verduras que les hacía bastante falta. Me metieron a una casita hecha de palma y madera, allí tardaron un buen rato buscando solución. —Señaló su pecho y dio vueltas con su dedo sobre él. Aclaró la garganta y continuó más segura que nunca—: El alma es algo que se desprende del cuerpo y ellas creen que es posible materializarla, así que decidieron que yo le donara una parte de la mía. Estaba dispuesta a entregarle las partes de mí en todas sus formas para que no me dejara. Las dos mujeres me limpiaron con sus hierbas, prendieron el copalero y repitieron sus frases que no entendía.
—¿Y a ti se te ocurrió hacer algo así sin pedir antes consejo a gente mayor? —le dijo alzando un poco la voz, como reprendiéndola.
Ámbar asintió y clavó su vista sobre la abogada.
—Ellas me avisaron que era peligroso, pero no me importó. Dijeron que me darían mi manzana envenenada, pero en lugar de manzana fue una rosa roja. ¡Una simple rosa roja! Él tenía que tocarla y sangrar con sus espinas para poder recibir mi regalo. Yo sería la madrastra y él, Blancanieves —se mofó por lo graciosas que las mujeres fueron—. Con la flor preparada me fui a mi casa y me puse el mejor vestido que tenía: negro, con bordados en la falda y en el pecho que yo misma hice, hombros descubiertos y encaje en la cintura. Trencé mi cabello, me puse perfume y salí a buscarlo. Mi abuelo ni siquiera me preguntó a dónde iba y le di un beso rápido a mi hermanito que jugaba con un carrito.
—Debiste verte hermosa. —Enseguida la imaginó, con toda esa magia que tiene lo tradicional, junto con su belleza y juventud, llena de salud y de ganas de vivir; una vida que se le escapaba a cuentagotas sin que se pudiera evitar.
—Justo así me sentía: hermosa… —Dio un hondo respiro de nostalgia—. Ya no podía esperar para verlo. Creí que él brincaría de gusto y me besaría de pura alegría, pero cuando lo encontré en la casa abandonada se portó diferente y parecía enojado. Le pregunté qué era lo que le pasaba. Se veía tan cambiado que me recordó lo que en verdad era. Sus ojos se pusieron rojos y sus ojeras se ennegrecieron. No me quería ni tocar y, señalando la rosa, dijo: «¿Por qué lo has hecho? ¡Está prohibido!». Su voz salió casi gritando y yo di un paso hacia adelante para calmarlo. Le recordé que estaba prohibido casi todo lo que hacíamos, pero allí seguíamos. «Puedes morir si la toco, ¿lo sabes?», me afirmó y desesperado se puso una mano en la cara.
—No quería aceptártelo —susurró Lidia, conmovida al imaginar la escena tan dramática que la hizo sentir emoción, miedo y enojo al mismo tiempo.
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Editado: 27.05.2024