Los tres se observaron. Lidia y Carlos no terminaban de comprender las intenciones del chamán.
—Pe… pero… —quiso hablar ella y se levantó del asiento improvisado.
—Es la única manera. —Vicente alzó una mano cuando la tuvo más cerca. Fue tajante y por su mirada se pudo confirmar que lo que dijo era real.
—No te preocupes —le dijo Carlos a Castelo porque entendió el proceder de Vicente—, lo haré.
—¿Seguro? —Lo último que quería era ponerlo en riesgo.
Carlos asintió, portándose seguro.
—¿Cuándo? —preguntó él al chamán—. Solo tenemos hoy y mañana.
—Tienen suerte —sonrió el hombre, mostrando sin tapujos sus amarillentos dientes—, estoy desocupado. Me cancelaron una limpia. Debe saber, señora —le habló a ella—, que solo puedo hacer el contacto por poco tiempo porque se corre el riesgo que el ente no quiera abandonar el cuerpo, así que vaya pensando bien lo que quiere preguntar porque después de eso no tendrá más.
—Entiendo.
El chamán se levantó y salió un momento. Su caminar pausado le daba todavía más misticismo. Cuando regresó cargaba una gallina negra. El animal se violentaba entre sus dedos, pero el agarre era firme y ni con eso se pudo liberar.
—Espere —exclamó Lidia asombrada y se acercó a él—, ¿qué va a hacer?
—Para invocar se ocupa un sacrificio. Vamos a invitarlo a beber, solo así vendrá. Él beberá y su voz podrá ser escuchada.
El asombro que sintieron después fue indescriptible. Vicente le rompió el cuello a la gallina con un fuerte apretón. Parecía que no le importaba ser decoroso.
Para ella era la primera vez que presenciaba semejante cosa, pero se mantuvo callada para no interrumpir.
Veloz, el hombre le cortó el cuello con ayuda de un machete y vertió la sangre en un vaso de vidrio que tenía en una repisa.
Sin esperar, el rezo dio inicio. El náhuatl fluía por su boca igual que la sangre fluía hacia el vaso.
No podían explicarlo, pero los presentes percibieron un repentino aire frío que fue corriendo fantasmal por los espacios de la amplia habitación.
Sin dejar de recitar lo que Lidia consideró el encantamiento, Vicente caminó hasta Carlos, quien seguía sentado en la cubeta.
—Beba —le ordenó y extendió el vaso.
—Solo espero no echar afuera el almuerzo del autobús—. Él accedió, aunque por sus muecas era visible que el líquido carmín le provocaba repulsión. De un sorbo grande vació el recipiente.
Vicente colocó una mano firme sobre su frente, siguió recitando un rato más, tan concentrado que no parpadeaba, hasta que se silenció y observó a Carlos.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó con una voz profunda y grave.
Lidia solo era una espectadora y vio cuando su compañero cerró los ojos, echó la cabeza para atrás y le respondió:
—No tengo un nombre —soltó crujiendo los dientes.
—Ahí lo tiene —dijo Vicente, quitó la mano de la frente de Carlos y se alejó hasta una esquina—. Pregúntele ya.
La abogada se acercó vacilante. Sin duda los ojos que se abrieron y que se posaron sobre ella tenían una mirada distinta a la de su colega.
—¿Eres Gabriel Alcalá?
La cabeza de Carlos se movió despacio, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda.
—¿Alan? ¿Así te llamabas?
Él rio sin tapujos. A pesar de ser la misma voz, ya no sonaba como Carlos.
—Ese fue un nombre que ya no tengo, pero lo fui.
Cuidadosa, Lidia se sentó en la cubeta que estaba frente a él. Tenerlo cerca la hacía sentir que contaba con un poco más de control.
—¿Robaste un cuerpo humano?
—Yo diría que fue un regalo. Lo encontré muriendo. Hubiera sido un desperdicio de no ser por mí.
Era la oportunidad para conocer esa parte que ni Ámbar conocía.
—¿Sabes si se suicidó?
—Lo hizo —confirmó, sonriendo malévolo—. Cayó de un puente y se rompió el cuello. Allí entre yo.
Lo que Mara le dijo cuando le leyó el tarot era verdad.
—¿Qué es lo que quieres decirme? ¿Por qué me buscaste?
—¡Quiero que la dejes en paz! —gritó feroz, pero no se movió de su lugar—. Cada vez que te le acercas, sufre.
—¿Por qué no regresas? ¿Por qué no entras a otro cuerpo y ya?
El semblante del hombre se transformó y pasó a ser uno de amargura.
—Porque no he cruzado, sigo en este plano, pero débil. Tanto que no puedo conectar con ella, ni siquiera me es posible verla —susurró la última frase porque le causó dolor—, pero a ti sí y eres una molestia. —Manoteó cuando recordó algo que lo molestaba—. Esas mujeres hicieron el trabajo, pero era un trabajo para humanos. No funcionó bien y me dejó condenado.
En ese momento, Lidia comprendió que a él tampoco le iba bien.
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Editado: 27.05.2024