Ella es el Asesino (libro 1)

Sangre que Daña - Parte 2

—Tenemos que esperar —decía el médico de turno.

Un nuevo ataque le llegó estando en la ducha, o eso dijeron, y su frente fue a parar justo a la orilla desgajada de la pared.

—¿Esperar para qué? —preguntó un hombre mayor que se sostenía con ayuda de un acabado bastón de madera.

—Su nieta nos ha visitado más veces de las que otra persona en su condición ha podido contar. Déjeme decirle que me encuentro impresionado porque no ha tenido ni una sola secuela. Estoy seguro de que también superará esto, y con eso pasará a la lista de los casos más extraños que hemos atendido. Saldrá con bien, ya verá.

—¡Por Dios! —se quejó el hombre—. Los viejos no debemos tener miedo por la muerte de los hijos de nuestros hijos. ¡Necesito saber más!

—Se abrió la frente y requirió quince puntadas. Se lo he contado todo ya, don Manuel. Ni siquiera puedo decirle cómo sobrevivió la primera vez que la ingresamos. Pero lo hace y sale de aquí caminando. —Allí recordó que si no fuera por la intervención de Castelo, seguro ya estaría documentando el caso con sumo detalle. De pronto bajó la voz para seguir hablando, como si estuviera a punto de decir un secreto—: Sé que soy un hombre de ciencia, no debería comentar esto, pero a estas alturas pienso que se trata de un milagro. De verdad no hay otra explicación. Estoy seguro de que volverá a pasar. —Le dio una palmada al anciano y se retiró para seguir atendiendo pacientes.

Don Manuel, como le decían al abuelo de Ámbar, era un hombre que había dedicado su vida a trabajar honradamente y a resistir las múltiples pruebas de la vida. Delgado, de estatura media, de piel morena clara, cabello que ya había sido invadido por las canas y ojos grandes color café oscuro que tenían manchas blancas. Vestía un pantalón negro y una camisa de manta de una sola pieza. Ahora, como capricho del destino, pasaba por otro trago muy amargo y ya no se sentía tan fuerte como para poder soportarlo.

Se encontraba visitando a su nieta en el hospital por primera vez, a pesar de que sabía que ya había estado internada con anterioridad. Y es que no se creía preparado para enfrentarla de nuevo porque no le dio el apoyo que necesitó cuando se la llevaron detenida, cuando todo el pueblo la señaló como culpable. Pero un nuevo llamado y un golpe en la cabeza lo hicieron tomar el primer trasporte que encontró desde el nuevo poblado donde ahora vivía. Quedaba a una hora de camino y llegó rápido. La gente de su localidad anterior le exigió que se marchara y él obedeció. Era una cuestión de honor. De todos modos era necesario migrar un par de horas más cerca de la capital. El dinero de la venta de todos sus terrenos le dio la comodidad que nunca creyó tener. Por eso, tuvo la posibilidad de contratar a la abogada Lidia Castelo para que llevara el caso de su nieta. Su nieto pequeño, José, se quedó con una niñera que contrató de emergencia para que no tuviera que pisar ese lugar donde su hermana se debatía entre la vida y la muerte. Resolvió que era demasiado inocente para entender lo que le sucedía y no quería verlo sufrir más.

El anciano se fue a la capilla del hospital. Hincado y con las manos entrelazadas rezaba sobre una banca solitaria. Se sentía convencido de que, si pedía lo suficiente, Dios en su infinita misericordia ayudaría a su nieta a quien amaba como a su propia hija. En su mente le decía a Dios que él siempre había resistido con fortaleza sus decisiones, que no se dejó vencer cuando su hija desapareció junto con su marido, dejándolos solos con dos niños, y pudieron sacarlos adelante a pesar de las adversidades; incluso después de que su esposa partió al eterno descanso. Ahora rogaba que le fuese concedido el milagro que tanto anhelaba. Apretaba con fuerza las manos como si con eso su petición se hiciera más valiosa… De pronto, una persona entró al recinto, haciendo un ruido insolente con su caminar. Él se giró de golpe y mostró una expresión de incomodidad.

—¡Licenciada! —exclamó impresionado porque la reconoció—. ¿Qué hace usted aquí?

—Lo mismo me pregunto yo —pronunció molesta, acercándose a él. Una enfermera le dijo sobre su presencia y de inmediato fue en su búsqueda—. ¿Dónde se ha metido? Lo he buscado por semanas. Después de que recibí el pago completo de mis honorarios no volví a saber de usted... —Se quedó observándolo por un breve instante. Deseaba poder decirle sus verdades, pero, al verlo con un semblante preocupado, prefirió cambiar el rumbo de la conversación—. ¿Cómo está ella? —lo cuestionó, cambiando el tema.

Ese era uno de esos lugares donde no le gustaba permanecer por mucho tiempo. Pronto el temor de verse rodeada de grandes esculturas que dejaban plasmadas en las sombras imágenes deformadas, la hicieron agitarse. Creía que confiar en Dios conociendo la maldad de las personas se volvía algo muy difícil de hacer.

Intentó centrar su atención en la conversación para ignorar el malestar.

—¡No saben! Esos médicos nunca saben. Se dedican a pedir que uno espere —respondió el hombre con voz cansada.

—Va a estar bien, ya ha salido de aquí antes. Es fuerte, lo va a lograr —quiso animarlo.

—Eso lo sé, estoy seguro de que va a salvarse —le afirmó y agachó el rostro que reflejó una tristeza inesperada.

—¿Acaso eso no lo hace feliz? ¿No quiere que viva? —Lidia recordó entonces lo que Ámbar le dijo sobre la “sangre del demonio”, pero no estaba segura de que el viejo tuviera conocimiento del tema—. ¿Es por la sangre? —se aventuró a mencionar sin añadir más.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.