Carlos llegó por la noche al hospital al día siguiente para hacerle compañía a Lidia. Acababan de dar de alta a Ámbar y ya estaban por trasladarla de nuevo a su peligrosa jaula.
—¿Cómo está? —le preguntó él y le entregó un café con un panecillo relleno de mermelada de fresa.
—Dicen que bien, ya ni siquiera la revisan —se quejó molesta Lidia y mordió el panecillo—, aunque yo la veo cada vez peor. Solo estoy esperando a que la suban a la camioneta y nos vamos.
Se encontraban sentados en una banca de metal del hospital, justo en la planta baja.
La abogada inspeccionó el lugar. Pensaba en lo difícil que era trabajar allí, siempre a prisa y con pesados horarios, viendo sufrir a tanta gente… De un momento a otro giró el rostro como si recibiera un llamado y se topó con una gran lona que invitaba a inscribirse como donante de órganos. Enseguida se le ocurrió una idea que mantendría solo para ella porque no quería desatar debates innecesarios con Carlos.
De reojo lo vio. Sin duda el hombre se supo meter, silencioso y certero, en un espacio de su corazón del que difícilmente iba a salir. El aroma de su colonia le regaló calma y fue capaz de ordenar sus ideas cuando se recargó en su hombro.
Por una parte se sentía triste por cómo la pasó Ámbar. En un punto hasta creyó que no resistiría el dolor que le provocó revivir el terrible momento en que perdió a su amor. Y cuando se quedó dormida, luego de sollozar por largo rato, vio su rostro diferente, como apacible. Tal vez terminar con su historia le sirvió para liberarse de sus secretos. Lidia pensó que, de ser así, la había ayudado.
La camioneta de traslado llegó. Reconoció a Ámbar a través del cristal. Ahí iba el enfermero con la silla de ruedas que la transportaba. Sus piernas tambalearon al levantarse y subirse despacio. Se notaba tan débil que deseó poder acercarse y llevarla ella misma.
—¿Puedo quedarme esta noche en tu casa? —le preguntó a Carlos cuando la camioneta arrancó.
—Puedes quedarte las noches que quieras —le dijo con una amplia sonrisa. Él ya se sentía preparado para compartir no solo la cama, sino todo lo demás.
Primero se levantó Lidia y él la secundó. Así, se fueron del deprimente lugar, lado a lado como un matrimonio que lleva tantos años juntos y ya no necesitan tomarse de la mano para sentirse unidos.
La noche en casa de Carlos fue sanadora. Estar en sus brazos servía para olvidarse de todo, allí podía dormir mejor. Podía calmar sus miedos.
Faltaba poco más de una semana y Lidia aprovechó cada día para transcribir datos importantes, ordenar cada prueba, cada detalle que considerara útil, confirmó con el testigo… Fue minuciosa porque su defensa tenía que quedar impecable. Sin que le gustara en absoluto, el tiempo voló y llegó el momento en que solo un día la distanciaba del juicio.
Antes de que pasara, decidió hacer una visita más a Ámbar. Necesitaba explicarle con detalles lo que ella tenía que decir, lo que debía negar y lo que por ningún motivo podía confirmar.
Cuando llegó a la cárcel y vio el reloj azul, se dio cuenta de que había cambiado. No tenía claro bien cuánto, pero esa muchacha la hizo ser más sensible y abierta a experiencias desconocidas.
Cuando se encontraron, sintió una emoción real. Tenía toda la confianza de que podría liberarla.
—¿Ya lista para el juicio? —le pregunto Ámbar con una voz relajada. Sus manos ya no se movían sin control, sus párpados no se violentaban, su voz no dudaba.
Estaban sentadas de nuevo, cara cara y con la certeza de que sería la última vez que se verían allí.
—Necesitamos platicar sobre algunos puntos —dijo Castelo en confidencia y sacó su libreta—. Tengo un testigo que está dispuesto a colaborar. Lo que tú debes asegurar es que diste falso testimonio, que fuiste presionada para confesar y la impresión de la catástrofe te puso mal, incluso que te amenazaron si te parece mejor. Lo demás déjamelo a mí. Tú solo mantente firme. Ah, y hay una cosa que no te he preguntado y que quiero que me digas. —Sacó el diario de Ámbar, lo colocó sobre la mesa y lo abrió—: ¿por qué le faltan hojas?
Por el grosor del faltante, supo que por lo menos quitaron veinte páginas.
Ámbar la observó confundida y ni siquiera ocultó su incomodidad.
—Yo las arranqué —confesó enseguida y señaló el librito—. Estaban escritas cosas… muy íntimas. Usted entiende de qué tipo de cosas. No es que quiera que alguien más lea eso.
Lidia la contempló, se veía tan mal que causaba pena, pero de alguna manera su aspecto le ayudaría. Creía que el jurado vería a la pobre muchacha, acabada y débil y tal vez, si sonaba segura, sería sencillo convencerlos.
—Debe saber, abogada, que sigo queriendo lo mismo que le pedí cuando empezamos con esto —fue directa al decirlo.
—¿Pero por qué? —Con un movimiento rápido se aventó hacia atrás, chocando la espalda contra el respaldo de la silla—. Tienes oportunidad de salir de aquí.
La joven resopló.
—¿Y dónde voy a vivir? Seguro mi abuelo no va a recibirme más en su casa, y tampoco es que quiera irme con él.
Ella tenía razón. Se encontraba tan sola que la solución llegó a su mente como una repentina chispa de luz.
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Editado: 27.05.2024