Ellos siguieron en silencio, mirándome fijo. Eran intimidantes, pero yo sabía que para salir victoriosa, debía resistir sin desviar la mirada. En un momento determinado aflojaron su postura. Sonreí, sin poder evitarlo.
—¿Y qué harás con la universidad? —preguntó mi cuñado, comenzando con el interrogatorio.
Grité triunfalmente en mi interior, al darme la palabra ya había ganado la mitad de la batalla. Ahora solo me quedaba contestar correctamente.
—Seguiré yendo —dije, moviendo mi dedo índice para apuntar a Owen—. El horario no afecta mis clases. Además, no son muchas horas.
—¿Pero no se te hará cuesta arriba cumplir con tantas cosas: escuela y trabajo —Pam enumeraba con sus dedos —además de lidiar con los estudiantes y compañeros de trabajo?
—Mucha gente lo hace y no ha muerto por ello. A eso agreguemos que ganaré el dinero para pagar la plaza y me sentiré bien por contribuir a tu bienestar.
Y con esas palabras di por ganada esa discusión, fue el jaque mate. Pam parpadeó un par de veces, intentando no llorar otra vez y hasta Owen tragó saliva con congoja.
—De acuerdo, pero si es demasiado para ti, debes decírnoslo —dijo una vez que controló su emoción.
—Por supuesto —afirmé, aunque no era del todo cierto. Aún si era demasiado, no dejaría que Pam llevara esa carga.
Luego de arreglar los detalles, cenamos en familia, aunque tuve que pedirle perdón a Jenna primero, porque no quería comer con nosotros. No porque realmente lo sintiera, sino porque recibí la charla de Pam de que ella es especial y no debemos exigirle cosas que sabemos que le cuestan, etc., etc.
Antes de llevarme de vuelta al campus, mi hermana habló con el jefe de la biblioteca y acordó hacerme la entrevista mañana por la tarde. Me dio un par de consejos de convivencia, que escuché, pero dudaba que me fueran a servir. Pam se hacía respetar a primera vista y si a alguien no le quedaba claro, se lo hacía entender de la manera más directa e intimidante. Nadie se metía con ella, pero yo era otro tema.
Mi carácter era más bien opuesto, yo era miedosa, no me quejaba si me molestaban, ni pedía respeto. No es que deseara ser así, pero era lo me salía. En otras palabras, era una perdedora.
—De acuerdo. Amy Lee Reeve, diecinueve años, no tienes experiencia laboral, vas a la Universidad, donde estudias para convertirte en profesora de Educación Física —el jefe leía mi currículum en voz alta con desinterés, algo que me ponía de los nervios.
Eran tres horas de martes a sábado. Tendría dos compañeros de trabajo: Sabrina y Leo. El jefe no me dijo su nombre y me mandó a que lo llamara Señor Peters. Era un gruñón, pero prometió dejarme trabajar allí hasta que Pam tuviera al bebé. Con ese gesto me bastaba.
Me explicaron mis tareas: mantener limpio, llenar las fichas de los socios, llamar a quien se retrasara en devolver un libro, servir el café.
—¡Amy. Lee. Reeve! —gritó el Sr. Peters, pausando cada parte de mi nombre, desde su oficina. Dejé lo que estaba haciendo y salí corriendo hacia allá—. Quiero un café de filtro, no de la máquina. Hazme uno con dos de azúcar y quiero que esté casi hirviendo. ¿Me oyes? Tienes cinco minutos para traérmelo.
Asentí con los ojos bien abiertos y entusiasta por la tarea. Salí corriendo nuevamente, hacia una pequeña cocina que había al fondo de la biblioteca. Calenté el agua en un hervidor eléctrico; mientras, preparaba el filtro de papel con dos cucharadas soperas de café, más las de azúcar. Llené un vaso de plástico, revolví un par de veces y salí a toda velocidad.
Caminé rápido, entre medio de las mesas como si fueran obstáculos de competición.
Cinco minutos, tengo que llegar en cinco minutos.
—Amy, ¿me traes la bolsa de basura del pasillo, por favor?
En ese momento, giré mi cabeza en dirección a la voz de Sabrina. Pero al hacerlo, perdí de vista el camino. Sí, fui una idiota, lo sé. ¿Y en qué preciso momento me di cuenta de mi estupidez? Cuando estrellé el vaso de café contra el pecho de mi jefe. Su camisa blanca se fue tiñendo paulatinamente de marrón, pero eso no era lo peor de todo.
<<Casi hirviendo. ¿Me oyes?>>
Sí, esa era la instrucción y yo no había tardado ni dos minutos, así que el café estaba a una alta temperatura, ahora quemando su piel. Su cara era muy graciosa, estaba contraída en una mueca de dolor, los ojos como las yemas de los huevos fritos, la boca abierta, pero apretando los dientes.
—¡Demonioooossssssss! —gritó entre dientes, mientras corría a la oficina, conmigo detrás.
—Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento, lo siento, lo siento —me disculpé sin cesar. El jefe se dio vuelta y me dedicó su mejor mirada asesina.
—Amy Lee Reeve—siseó mi nombre con furia.
En ese momento, me pellizqué el muslo con fuerza para no reírme. Oh, vamos, era realmente chistoso verle la cara.
De acuerdo, lo siento. Soy una mala persona.
Luego de eso, me llevé unos cuantos gritos enfurecidos y la prohibición de hacer café. Pero al menos no perdí el trabajo, eso sí hubiera sido una tragedia y más aún el primer día. Me dejaron atada al escritorio por el resto de la jornada.
Suspiré, agotada psicológicamente. ¿Cómo aguantaría siquiera un mes aquí? Tanto papeleo ya me tenía mareada. En serio, trabajar era un asco y más si tenías que permanecer quieta por tantos minutos. ¡Era como estudiar!
Hundí los dedos entre mi cabello y masajeé. Control mental, paz mental o lo que fuera, que por favor, viniera a mí. Seguí anotando en las fichas mientras presionaba el cuero cabelludo.
Mientras continuaba con mi trabajo e intentaba mantener la concentración, me sentí extraña. Era esa sensación que tienes cuando te observan. Siempre te das cuenta. Me moví un poco, y levanté la vista, rastreando la mirada escrutadora.
Entonces lo vi.