El punto auge de mi carrera como atleta fue el año que gané el primer lugar. No solo era el momento que había esperado y por el cual me había preparado tanto física como mentalmente durante años, además de eso, era la favorita del público para obtener el premio. Mis fans se habían multiplicado gracias a mis numerosas apariciones en programas deportivos y por los comerciales que había grabado. Los años de vacas flacas terminaron para mi familia con mis crecientes ingresos.
Ese año también resultó significativo por el regreso de Brandon a la ciudad. Con el dinero que su padre le dejó, compró una propiedad e instaló su propio estudio de arquitectura y aunque aún era nuevo en su profesión, la herencia recibida le daba bastante respaldo.
Nuestra relación había sufrido el fuego intenso de la distancia, fama y situaciones familiares y a veces, hasta a mí misma se me hacía difícil creer que lo peor había pasado y que estaba a solo un autobús de la casa de mi novio. Podía verlo todos los días si se me antojaba.
En un principio pensé que nos tomaríamos las cosas con calma y con eso no me refiero a que volviéramos a la etapa inicial, en la que estábamos avergonzados hasta de tomarnos de las manos. No, eso no. Pero sí creía que primero nos iríamos a vivir juntos, luego compraríamos un auto o adoptaríamos una mascota… Sin embargo, Brandon no quería esperar más de lo que ya lo habíamos hecho y su ansiedad y anhelo fueron tanto intensos como contagiosos. Antes de que terminara el año, yo ya era la Señora Spencer. Se sentía extraño, pero familiar, como si de alguna manera me hubiera preparado para ese estado civil durante esos tres años de lejanía.
A pesar de estar tan a gusto en mi nueva etapa de esposa, no dejé mi profesión de lado, continué con mi rigurosa rutina de ejercicio y mis diversos empleos. Era profesora en una universidad –con alumnos que tenían casi mi edad, – además de grabar comerciales y participar en competencias, que me mantenían en un constante y frenético ritmo al que me había vuelto adicta. Y como feliz recién casada que era, dejaba mis tarde-noches para mi flamante marido.
Los años pasaron, llenos de momentos hermosos, cálidos y divertidos. Por supuesto que también hubo días tristes, pero eran los menos. Brandon y yo continuamos creciendo y ajustándonos el uno al otro. Él redescubrió que yo era maníaca con el orden y yo me encontré, con que él repasaba cada minuto de su vida como una fórmula matemática. Tuvimos que aprender a convivir, a ser tolerantes, pacientes y perdonadores. En mi opinión, a él le resultó más fácil que a mí lograrlo.
Así, nos mantuvimos ocupados en los empleos, pero siempre dejando el espacio necesario para la familia, en especial nuestro círculo de dos.
El año tres de nuestro matrimonio comenzó de manera especial. Ese día fue importante no solo por nuestro aniversario, sino porque también empezaba una nueva serie de eliminatorias que darían lugar a la elección de los atletas que asistirían a las olimpiadas.
Claro que me enlisté, sintiéndome presa de la nueva y refrescante emoción de representar, por primera vez a mi país en un evento de escala mundial.
El día de la competencia fue fijado y mi agitación más grande fue enterarme que mi antiguo entrenador, el profesor Ed, regresaba a la ciudad luego de un largo período de inactividad. Nos citamos a tomar un té. Yo estaba feliz y entusiasmada por volver a verlo, pero además, me llevé la grata sorpresa de que él también estaba deseoso de entrenarme. Quería retomar su oficio conmigo.
Salí de la cafetería tan arrebatada que llamé a Brandon, a pesar de que se encontraba en su trabajo. Él contestó al primer tono y yo, sin dejarlo siquiera saludar, comencé con mi cháchara, soltando cada palabra intercambiada con el entrenador. Cuando terminé de pronunciar todo lo que estaba en mi interior y tomé la bocanada de aire necesaria para continuar con mi existencia, me di cuenta de que mi marido no había emitido sonido desde que había atendido el teléfono.
Me aclaré la garganta, dándole el espacio para hablar, pero él permaneció en silencio.
—Brandon, ¿sigues allí? No me habrás cortado, ¿verdad? —pregunté, sardónica. Pero su falta de respuesta prendió la lamparilla interna de intranquilidad y solo hizo falta un segundo para que la preocupación invadiera mi sistema, opacando los hermosos pensamientos que me habían guiado hasta ese momento—. ¿Qué te sucede? —exigí, ahora sin atisbo de broma.
Mi tono serio y terminante tuvo el efecto correspondiente en mi interlocutor, que al fin se dignó a dar señal de vida.
—Eh… sí…mmm… ¿Amy?
—¿Qué? —quería sonar sosegada, no obstante, lo único que me salía en ese momento era ser cortante. Algo andaba mal, muy mal y debía saberlo ya.
—¿Podemos vernos? Tengo que darte algo…
—¿No puedes decirme qué es lo que pasa de una maldita vez?
Mil escenarios de tragedias se cruzaron por mi mente. Sabía que era un problema serio de mi personalidad, pero no podía evitar sentirme paranoica. Brandon nunca me había dado razón para sospechar, pero la situación podía cambiar.
—Amy, cariño, tranquila. No es lo que piensas.
—¿Y qué es lo que pienso?
En el fondo sabía que no tenía porqué tratarlo tan severa, pero era más fuerte que yo. Escuché a Brandon suspirar con fastidio, casi sin paciencia y eso fue la gota que colmó el vaso. La lágrima cayó desde la comisura de mi ojo y mi humor terminó de apagarse. Intenté ahogar el sollozo, pero fallé magistralmente.
—¿Estás llorando? Ay, Amy, en serio no es nada malo ¿quieres que vaya a casa o prefieres venir al estudio? ¿Dónde estás? Amy, háblame…
Continuó parloteando sin cesar y yo sin contestarle, no porque no quisiera, sino porque estaba dejando que la angustia se escurriera por mis ojos. Su monólogo se prolongó hasta que, por fin pude recomponerme un poco y encontrar mi voz enredada en el nudo en mi garganta.