La niña se levantó de su asiento con una hoja en una mano y se encaminó hacia el frente del salón con pasos cortos y algo vacilantes. Era hora de que expusiera a la clase su parte, pero no solo hablaría de ello a su maestra y compañeros, sino también a los padres de los mismos. Hoy todos los niños hablarían de sus familias, así que el salón estaba bastante abarrotado. Sin embargo, los presentes guardaban un respetuoso silencio.
Su pequeño rostro redondeado se veía aún más sonrojado que de costumbre y una gruesa gota de sudor corría por su sien. Me removí inquieta en mi asiento y con el corazón en un puño al ver a mi hijita tan nerviosa, como si fuera yo misma quien debía presentarme delante de la clase. Nos dirigió a su padre y a mí una última mirada insegura y levantó su papel escrito a mano. Este temblaba levemente.
—Ya estás grabando, ¿no? —pregunté a mi marido, dándole un breve codazo en las costillas.
Giré mi cabeza un segundo después, para confirmar que en verdad lo hacía. La filmadora se mantenía en una posición fija, frente a sus ojos.
—Por supuesto que grabaré a mi bebé.
Asentí a su afirmación. Ya tenía siete años, pero era y siempre sería un bebé para nosotros.
Mi hija tomó una bocanada de aire y comenzó a leer con voz fluctuante:
“Mi nombre es Caroline LeAnn Spencer y voy a hablar sobre mi familia. En primer lugar está la abuela. Es muy divertida y siempre dibujamos juntas. Ella vive con la tía Abby que casi nunca está en casa porque va a la Universidad. Lo bueno es que cuando sí está, juega conmigo a las muñecas y me deja dormir con ella. Eso es todo por parte de papá, porque el abuelo murió antes de que naciera.
En la parte de mamá hay más gente. Aunque no tengo abuelos, están los tíos Owen, Pam y Jenna y también mi primo Shane. La tía Pam es quien manda a todos y es un poco rezongona, pero también es muy buena conmigo. A la tía Jenna le gustan mucho los números y al tío Owen y Shane les gusta ver programas de deportes que son muy aburridos. Pero cuando terminan, me dejan ver los dibujitos.
Por último hablaré de papá y mamá. Mi papá es arquitecto, o sea que dibuja casas, pero también le gusta tocar la guitarra. Siempre me ayuda con mis tareas y luego me lee cuentos. Mi mamá era corredora antes de que yo naciera. Con ella salimos a comprar las cosas de la casa y luego pasamos por el parque para jugar un rato. A ella le gusta la música coreana y salir a correr, aunque ahora no puede porque en su barriga lleva a mi hermanito. Él aún no ha nacido y por eso no tiene nombre, pero creo que voy a quererlo mucho, como a toda mi familia.
Fin”
Caroline dobló su hoja y caminó hacia su asiento, con una expresión de evidente alivio, dejando que otro niño ocupara su lugar en el frente. Se giró y nos mandó a su padre y a mí, una sonrisa triunfal. Le guiñé el ojo en respuesta.
—Sus mejillas vuelven a ser rosadas —comentó Brandon en son de chiste, mientras apagaba la cámara.
—Igualita a su papá —le respondí entre susurros.
Él me dirigió una mirada contrariada, y seguramente estaría en desacuerdo. Pero en mis recuerdos estaba clara la imagen de él avergonzado y portando aquellas mejillas enrojecidas.
Esos días, cuando éramos inocentes y nuestros corazones se aceleraban por los gestos más simples, parecían tan lejanos ahora que estábamos casados y teníamos hijos. Todavía éramos jóvenes, pero habíamos cambiado tanto. Las viejas épocas no regresarían y nunca volveríamos a ese estado de ingenuidad.
Me hacía sentir nostálgica, sí. Pero no por eso extrañaba a mi versión más joven, aquella que pensaba que solo seguíamos un camino en la vida y si lo perdíamos ya nada valía la pena. No, me gustaba mi actual yo, que sabía que nuestros roles pueden cambiar, transformarse.
Lo había experimentado a lo largo de mi vida, habiendo sido una jugadora de volleyball, “un monstruo” al que nadie se le acercaba, una corredora, una profesora de educación física, la ganadora de la carrera de obstáculos, la esposa de Brandon, la mamá de Caroline.
Estaba orgullosa de mí misma por todo lo que había superado y por la persona en la que me había convertido. Pero por sobre todas las cosas estaba feliz por la familia que había formado y que amaba con todo mí ser.
En el camino de regreso, Brandon encendió la radio y comenzó a tararear la melodía. Primero me dejaría en casa de Pam y luego volvería a su trabajo.
—Somos solo ocho personas, pero significamos el mundo para Caroline —declaró con orgullo. Su sonrisa paternal se extendía de oreja a oreja—. Es increíble cómo pasan los años. Parece que fuera ayer cuando era un bebé y la sostenía en mis brazos.
Lo recordaba bien. Esa piel tersa y cálida, aquellos ojos brillantes y llenos de vida que eran acompañados de risas o llantos desaforados. Y nosotros tan inexpertos como éramos, nos desesperábamos por si comía, por si no lo hacía, o si lloraba, o si le dolía, o si no dormía… Preocupaciones, alegrías y mucho aprendizaje. Ella nos había enseñado tanto.
—Sí, el tiempo vuela y cuando quieras acordarte, tu hija ya va a ser adolescente, va a querer tener novio y otros…
—Ni me lo digas, que me duele el corazón —interrumpió Brandon, masajeándose el pecho para exagerar su punto—. Creo que puedo entender a mayor escala las razones de desconfianza del “tío Owen” cuando éramos novios.
Solté una carcajada por su expresión sarcástica. Ellos tenían una excelente relación ahora, pero durante un largo período ese no había sido el caso.
Brandon estacionó frente a la casa de Pam y salió del auto para abrirme la puerta y ayudarme a bajar. En la cercanía pude ver que en su rostro había un leve indicio de barba incipiente y que unas pequeñas arruguitas se asomaban en las comisuras de sus ojos avellana. Me dirigió una cálida sonrisa y se acercó hasta que nuestras frentes y narices se chocaron. Sus labios suaves y abrasadores se movieron sobre los míos con entusiasmo y se mantuvieron allí hasta que mis pulmones reclamaron oxígeno.