Contuve la respiración con fuerzas, tratando de controlar ese nerviosismo que me corroía de pies a cabeza; Tammy se encontraba a mi lado, cruzando tanto las piernas como los brazos, siendo partícipe del silencio sepulcral que parecía no tener fin.
Amma y Zoe mi miraron a la par, perturbándome con sus miraditas prejuiciosas que no hacían más que lanzar un mensaje: habla de una buena vez. Mordí mi boca suavemente, tratando de no provocarme un gaño permanente que parecía probable ante mi nerviosismo.
Noah les había dicho que tenía una gran noticia para contarles y pese a que, ésta hacía referencia a mí tenía dos muy buenas opciones: uno, iba a hablarles de la mudanza o dos, iba a hablarles del anillo de compromiso que mantenía oculto en el bolsillo de mis jeans.
Anoche, tras… mis mejillas se ruborizaron ligeramente de tan sólo pensarlo, Noah recordó por completo el tema que habíamos dejado atrás en Pacific Beach; el castaño se veía notablemente más relajado acerca del tema, no sabía si era porque nos encontrábamos en una situación bastante comprometedora o porque, de alguna manera, le había entregado ese indicio de total confianza con un solo beso. El tener relaciones sexuales con alguien no era cosa de todos los días, al menos para mí.
— ¿Recuerdas ese día en la playa? — preguntó en un murmullo. Le miré con sutileza, memorizando al instante sus palabras que me había dado, aquellas que por horas me había dejado caldeada. Asentí con la cabeza al verle tan ansioso —. No tuve tiempo de darte el toque final para formalizar nuestro compromiso.
— ¿Hablas del anillo?
Afirmó con una suave aquiescencia.
Dejé de respirar al verle ponerse de pie e ir al cuarto de lavado, probablemente en busca de su chaqueta que momentos antes me había encargado de desechar. El castaño sólo vestía sus vaqueros, permitiéndome disfrutar de la gloriosa vista que representaba la sedosa piel de su espalda.
Noah regresó segundos después, llevaba la chaqueta encima y la bragueta se encontraba abierta, dejando al aire una deseosa vista de su pecho y abdomen desnudo. Mis mejillas se colorearon aún más al recordar la sensación de su piel caliente sobre mis palmas.
Tomó asiento a mi lado, su rodilla chocó contra la mía lo suficiente para que mis hombros se tensaran, me sentía un tanto apenada de encontrarme sólo con su camiseta puesta y eso, con los botones mal abrochados. Le miré por mis pestañas, tratando de esconder los pómulos rosados que sabía que tanto le encantaban.
Noah buscó por las bolsas de su chaqueta hasta que de una de ellas sacó una pequeña cajita color azul con unos, casi imperceptibles, detalles de tinta roja. Me pregunté en qué momento Noah había ido a una joyería en busca de una sortija para mí, aún más en cómo había sido su reacción al encontrar el anillo perfecto — sus palabras no mías.
Para mí, el castaño no era el tipo de chico que se paraba frente a una orfebrería con el fin de conseguir una sortija, no me lo imaginaba viendo entre vitrinas y preguntando a las asistentas — estaba segura que más de una tiró saliva por él — por precios, medidas e inclusive por recomendaciones.
Con inocencia, casi infantil, Noah me tendió la diminuta cajita, evitando mi mirada como si, él fuese el que realmente estaba nervioso. Aprecié la sonrisa engreída que adornaba su rostro, denotando confianza ante mi respuesta.
Una idea maquiavélica me invadió.
Tomé entre mis dedos la diminuta cajita, sintiendo la suave textura del material que se sentía como seda; no sabía si era mi emoción o nerviosismo el que me hacía imaginarme cosas. Podía jurar que el pequeño objeto transmitía un aroma propio que resultaba embriagante, familiar…, inclusive, podía declarar frente a un tribunal que oía una voz de sirena al oído que cantaba con sutileza: ábreme, ábreme.
Miré con disimulo la caja, ésta vez, no quería que mi lenguaje corporal me delatara con el castaño, era hora de jugarle una mala broma. Él lo había hecho tantas veces conmigo que parecía bastante justo el que buscase con uñas y dientes mi turno.
Por el rabillo del ojo advertí cómo él me miraba, estaba tan ávido por que abriese la caja que, por la conmoción, ésta cayó sobre mi regazo, aturdiéndome.
Noah resopló, probablemente tratando de evitar o una carcajada socarrona o culminar esos nervios traicioneros que casi se palpaban en el aire. Optaba más por la primera.
Recogí el pequeño objeto de mis piernas y lo abrí lentamente, como si fuese un cofre perdido y embrujado que contuviese un gran tesoro.