Era medianoche. Medianoche en punto. La luna se erguía menguante sobre el cielo oscuro, uno sin estrellas, mientras el fuerte viento que rugía entre los árboles cercanos impedía caracterizar a esa noche como tranquila. Un poco más allá, en los soportales de la entrada al gimnasio dos personas se daban una tregua. Llevaban horas practicando, tras la cena, y aunque hubieran estado ya unos días quedando a la misma hora en el mismo sitio, aún sus cuerpos no se acostumbraban a tal traqueteo. Y las agujetas de los días anteriores, en vez de desaparecer, se había ido acumulando. Así que, al contrario de lo que se pudiera pensar, cada noche aguantaban menos el ritmo. Y la motivación había desaparecido poco a poco.
-Recuérdame que mañana me tome un descanso. -susurró una voz entrecortada, aún con la respiración acelerada.
A su lado, el chico moreno abrazó sus piernas, sentado sobre el poyete frío de piedra.
-Que poco aguante. -dijo simplemente, con burla, mientras le dirigía una media sonrisa.
La chica suspiró.
-Me da a mi que tú eres un profesor poco considerado.
Azel se encogió de hombros.
-Todo lo que merece la pena conlleva su esfuerzo. -respondió, tranquilo.
-Sí, pero de poco servirá si me muero antes de lograr mi objetivo. -se quejó la chica, ya serenándose un poco.
Azel rió.
-Fuiste tú quien me pidió que te ayudara. -le recordó.
Emma sacudió la cabeza, con falsa desaprobación.
-Tampoco es que tuviera muchas opciones donde escoger. -afirmó, segura.
El chico miró hacia arriba, recostándose.
-Siempre puedes esperar hasta verano, aunque conociéndote la palabra esperar no va contigo.
Emma negó con fuerza.
-No, necesito aprender a manejar algo de magia negra cuanto antes. Además, tampoco he dicho que no me estuviera sirviendo todo lo que hemos hecho aquí. -contestó-. Hace una semana ni siquiera habría sabido por donde empezar a realizar un hechizo, y al menos ahora doy de lleno en el muñeco.
Azel la escuchaba con el ceño fruncido.
-¿A qué vienen esas prisas de repente? No sabía que te hubieras puesto fecha límite. -comentó, extrañado de lo ansiosa que había sonado en ese instante la chica, y preguntándose a la vez si en realidad no había una razón concreta por la que necesitara conocer su magia tan de repente. Por un momento, Azel sospechó que Emma estaba tramando algo, que planeaba hacer algo probablemente impulsivo. Y no le gustó demasiado ese pensamiento.
Pero la chica solo sonrió.
-Llevo suficiente tiempo sintiéndome indefensa. -respondió simplemente.
De vuelta a su cuarto, mientras se abrazaba con sus brazos el cuerpo por el frío, cuando el calor del ejercicio ya hubo desaparecido, Emma no pudo evitar sentir la tentación de contarle lo que se disponían a hacer ella y sus amigas a Azel. Pero sin embargo, sabía bien que no podía hacerlo. Puede que el chico fuera tan impulsivo y temerario como ella a veces, pero lo cierto es que él era mucho más sereno y con la cabeza más bien puesta que ella la mayor parte del tiempo. Y temía que si lo supiese impidiera de alguna forma que llevaran a cabo su plan, por considerarlo demasiado peligroso y mal estructurado. Incluso a ella se lo parecía algunas veces, cuando estaba a punto de echarse atrás. Pero si querían lograr algún resultado ya, y poder empezar a actuar de una vez por todas, necesitaban conseguir algo de ventaja indiscutiblemente. Así que deshechó la idea, y trató de dirigir sus pensamientos hacia otra dirección mientras atravesaba el tan conocido Valle Soliazul, que a esas horas de la noche, como cabía esperar, estaba prácticamente vacío, y solo tuvo que esquivar un par de miradas curiosas y entrometidas antes de llegar a la casa de la familia Aeria.
Antes de llegar a su habitación, Emma lo oyó. Era una suave y aguda melodía, dulce como el aroma de las flores que crecían en primavera, y a la vez solitaria y ligera como un animalillo demasiado lejos de su tierra. Era como escuchar el primer silbido de la mañana, o presenciar la brisa nocturna que corta el sosiego de la noche. Era agradable, volátil, casi celestial. Y Emma era lo suficiente conocida del mundo mágico para saber cuáles eran los únicos seres capaces de producir esa música, como proveniente de las entrañas del mundo. Abrió la puerta del cuarto con cuidado y se apoyó sobre el marco de esta, sin querer profanar aquella sublime canción. Rose estaba vuelta hacia la ventana, abierta de par en par, sosteniendo a la altura de su boca una delicada flautilla de cerámica, azul cielo, muy brillante, que casi parecía tener luz propia. Emma, que adoraba la música, sabía que podía considerarse terriblemente afortunada por estar pudiendo presenciar dicha actuación, pues bien era sabido que pocas veces los elfos dejaban al descubierto sus habilidades frente aquellos que no eran de su misma raza. Pero estaba segura de que Rose había reparado ya en su presencia, y aún sus labios afinaban esas deliciosas notas. Por un momento, Emma sintió que su compañera, con la que ciertamente no hablaba demasiado, se la estaba dedicando.
-Me sentía inspirada, hace una noche maravillosa. -afirmó sin volverse, todavía con la mirada fija más allá del ventanal.
Emma alzó las cejas, sorprendida. Ella casi había llegado a pensar todo lo contrario. Era curioso cómo cada persona era capaz de encontrar la belleza en cosas completamente distintas.
-Pero si hace un viento horrible, y no hay estrellas. -solo pudo responder la chica, aún quieta.
Rose se giró hacia ella, y esbozó una delicada sonrisa.
-Pero a mí el viento logra calmarme. Oírlo es música para mis oídos. -pestañeó sutilmente-. Por eso pensé que tal vez te podría tranquilizar a ti también. -comentó-. No he podido evitar notar que últimamente estás algo inquieta y ausente, y creí que quizá algo estaba turbándote. -dobló los brazos-. No suelo tocar delante de nadie, pero tú no eres cualquiera. -afirmó con una amplia sonrisa, demasiado sincera para que a Emma no le conmoviera.