Las agudas notas de su violín resonaban por todo el amplio salón, liberadas por un arco que se balanceaba sobre las finas cuerdas, con un movimiento demasiadas veces repetido como para dar lugar a error. La música solía calmarla, pero aquella vez, ni siquiera su melodía favorita podía traspasar las densa nube de culpabilidad, ansiedad y nervios que sentía sobre ella en esos momentos. Era incapaz de calmar el creciente palpitar en su corazón, encogido por la incertidumbre, y el miedo.
Permaneció quieta, sin poder apartar la mirada del cuerpo inmóvil que yacía en el sofá, y que era socorrido por un extraño hombre con capucha, de el cual no se había molestado en saber siquiera su identidad. Sabía que era amigo cercano de su madre, tenía que serlo, pues era a él a quien su madre le había pedido que recurriera ante cualquier emergencia. Y esa sin duda lo era. Tampoco el hombre, visiblemente preocupado, se había molestado en presentarse. Era bastante notable que la situación estaba requiriendo de toda su atención, y que apenas podía apartar su mirada del extraño y desconocido mejunje que estaba preparando sobre la encimera de la cocina, pero su actitud de no saber que hacer y su indiferencia hacia ella solo hacía que se sintiera más culpable y desconsolada por momentos.
Apretó el puño y dejó de tocar, y ni siquiera el repentino cese de la música, que era lo único capaz de llenar aquel atronador silencio, hizo que el hombre se volviera hacia ella y le dirigiera palabra alguna. Pero era normal que no lo hiciera. Su madre había caído en ese estado por su culpa, y mientras el encapuchado estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para traerla de nuevo a la realidad, ella solo podía dedicarse a tocar esa estúpida canción. Se mordió el labio, furiosa, aún sin saber cómo era posible que todo hubiera terminado así. Ella solo había querido sorprender a su madre, felicitarla por su arduo trabajo, demostrarla cuánto la quería pese a que no la viera demasiado. Cómo había podido no ser consciente de que su madre era alérgica a esas seta, cómo podía no saber que la irían a hacer daño. Pero ni siquiera sabía lo que había comprado. Cómo había sido tan estúpida para no preguntarle a aquel forastero tan siquiera el nombre del alimento... Y entonces abrió mucho los ojos, y recordó lo que aquel vendedor le había entregado junto con los hongos. Una dirección. La localización de la tienda donde podría encontrar más. Probablemente aquel hombre sabría que hacer, tenía que conocer algún tipo de antídoto que pudiera ayudarla. Solo tenía que ir al lugar que marcaba aquella nota arrugada e irregular de papel.
Respiró hondo, y volvió a mirar en la dirección del extraño que estaba en su cocina, y que le daba la espalda. Estaba segura de que ni siquiera notaría que se había ido. No oiría ni cómo la puerta se cerraría tras ella. Así que, convencida de que aquello era lo único que podía hacer para ayudar a su madre, y que era responsabilidad suya arreglar el problema que había causado, corrió escaleras arriba hacia su habitación, en busca de su mochila de viaje y de la vieja y desmejorada escoba que un día había cogido prestada del almacén de su madre, quien la había dado ya por perdida. No era la primera vez que volaba, solía hacerlo siempre que Minerva no estaba, lo cual era la mayor parte del tiempo, y, en un pueblo tan pequeño como lo era Kicrom, aunque era fácil que los rumores se extendieran, también lo era ocultarse de las cuatro miradas curiosas que componían aquella calle principal; sobre todo si se trataba de Emma, quien era terriblemente silenciosa y escurridiza cuando se lo proponía. Aunque aquella noche tampoco se esmeró demasiado en que pasara desapercibido que se había ido. Solo quería llegar cuanto antes a su destino.
El trayecto fue largo, y la prisa que tenía solo sirvió para que el tiempo pasara más lento aún. Por eso, cuando por fin llegó a aquel pueblo al que le había llevado el mapa mágico que había cogido del despacho de su madre, después de recorrer a oscuras y con frío los solitarios caminos, se sintió incitada a saltar de su escoba y correr calle arriba, aunque sus pasos sobre los charcos pudieran despertar a los vecinos. Sin embargo, se limitó a bajarse de la escoba y agarrarla con fuerza, mientras comenzaba a recorrer con lentitud la distancia que le separaba de su destino. El frío de aquella noche no era un frío normal. Era más duro, más cortante, más desolador, y teñía todo el viento en un radio de al menos un kilómetro. El frío de aquella noche bien habría podido congelar el corazón de cualquier persona que hubiera osado a mostrarse ante él. Pero, sin embargo, no había ningún alma en las silenciosas y oscuras calles del pueblo. Nadie salvo ella, que caminaba por la avenida principal, acompañada tan solo del sonido de sus propios pasos, y por el incesante ruido del goteo de un desagüe pegado a la acera. Los adoquines medio salidos, las farolas tintineantes, las contraventanas cerradas, que ocultaban el interior de miradas indiscretas, y la peluda rata que acababa de pasar corriendo frente a la figura, provocaban una ambiente siniestro y quejumbroso a su alrededor, a la vez que contradictoriamente tranquilo. Su mirada no se apartó un segundo del frente, ni siquiera para observar las casa muertas que se sucedían a ambos lados. La calle principal terminó en la nada, y un camino de tierra apareció frente a ella, mostrando que allá donde se dirigía, ya no era parte del pueblo.