Narrador omnisciente
Una pequeña niña de rizos jugaba en el jardín extenso con florecillas de colores, tan pequeñas y delicadas como la infanta que reía y bailaba sin ritmo.
La mirada de la mujer detrás del cristal estaba puesta sobre la figura de su hija. Con los brazos cruzados y entre las sombras de las cortinas pulcras, analizaba su siguiente movimiento.
Tras de ella un ser destructivo en el cuerpo de un hombre se acercaba con sigilo, se escabullo en la casa hasta situarse tras la mujer, y ella, pese no dar señales de notarlo sabía que estaba ahí, porque lo estaba esperando.
—¿Cuándo lo harás? —la indiscutible e inhumana voz, erizó la piel de la mujer de cabello rizado, obligando a sobar sus brazos.
—Esta noche.
El hombre acaricio el mueble sin objetivo y se sentó en una de las sillas viejas, de igual forma limpias y pulcras.
—No debes dudar Aruna.
—¿Por quién me tomas? —rugió ofendida, acercándose a él, y señalándolo con ímpetu.
El hombre dio una sonrisa torcida, riendo a sus adentros ante aquella mascara de fortaleza cuando sabía que solo era eso, una máscara.
—Será fácil asesinar a tu consorte, pero ella es tu hija y la quieres.
Aquellas palabras fueron el candado para la conversación.
La mujer sólo bufó y volvió a la ventana para ver a la pequeña sentada en el jardín mientras miraba el cielo.
Toda la niñez y adolescencia de Aruna fue caótica, hasta que encontró a Menhit, un hombre opuesto, pero no cualquiera, era un Líder. Aquellos seres supremos que sólo conocía de la historia a voces que contaba el mundo.
Aquel hombre había caído rendido a los pies de una mortal, un bella mujer de rulos, que le dio una hija; Dalia. Una pequeña de melena esponjosa y rizada.
Pero, pese que aquel hombre tuvo que pelear con dientes para que respetaran su decisión de unión y procreación de una Líder-Humana, Aruna, no satisfecha quería más. Quería el poder.
Al matar a Menhit ella sería parte de aquellos Líderes.
¿Pero cómo matas a un Líder si es inmortal?
—¡Madre!
La voz de aquella pequeña regocijada en la felicidad, pisaba con brío el suelo de madera. La mujer volteó en busca de aquel hombre, y ya no lo encontró.
—¿Qué sucede, Dalia?
—Un bicho se ha puesto en mi nariz y ha volado.
No le demostró ningún afecto, no se emocionó por las palabras de su unigénita, sólo asintió y le indicó que se quedara en casa.
Al caer la noche, aquella revoltosa pequeña dormía plácidamente en su cama. El abrir de su puerta la despertó.
—¿Madre?
La mujer no dijo nada, sólo tomo la mano de la pequeña y rasgó la palma, el grito que saldría de su garganta fue acallado por la mano de su progenitora. Aquello la asustó, dejando a un lado el dolor de la herida. Su madre no tenía ese característico toque dorado y vivaz en su iris. Eran oscuros, fríos y temibles.
La fuerza con la que aprisionaba su boca desbocó su corazón.
—Quiero que te quedes aquí, Dalia, y no salgas hasta que yo te diga. Mamá y papá deben hablar.
Le enrolló como pudo un pedazo de tela vieja en la palma que apenas si sujetó la niña. La mujer salió de aquel cuarto, para dirigirse al de ella.
No era una noche fría, ni diferente a las otras, por ello el hombre que se encontraba mirando en la ventana en espera de la mujer que amaba, a la cual escuchó entrar, y al girar para besarla; ella lo recibió con una estocada en el corazón.
Aquel hombre que la visitó durante vario tiempo de nombre Rizel; en un cuerpo diferente, le había informado cuál era aquella forma de matar a un Líder.
—La sangre de tu sangre, conllevará a tu fin —susurro.
El Líder no podía hacer nada, su fin llegó. Cuando el color de su piel se volvió gris y con un golpe seco cayó al piso, es que Aruna pudo sentir aquel cosquilleo escalar en sus dedos hasta sus brazos y centrarse en su pecho.
Con el que había procreado y no hace muchas horas informado que amaba, le brindaba todo como sucesora ante su deceso.
El tintineo de unas pisadas fuertes, la alertaron, al girar la mirada gris; aquella persona que la buscó en la tarde la miraba con desdén.
—Debes matar a tu hija, Dalia.
—Es sólo una niña.
—Si vive, ella puede matarte.
Quitó la daga del corazón con parsimonia y la limpio en la ropa del asesinado.
—Cuando crezca lo haré.
Aquello no le gustó al hombre, aquella coraza que Rizel usaba para trasportarse.
—Dame una razón para no hacerlo yo —mencionó áspero.
—Porque queremos más —él levantó la ceja intrigado—, no sólo quiero el poder de los Líderes, sino de los humanos y tú lo requieres. Eres el Dios de la destrucción, Rizel. Has escapado de las entrañas de la jaula en dónde te tenían y quieres lo mismo que yo. Me necesitas y te necesito.