Los medios de comunicación reventaron el día que se informó la triste noticia. La esposa del magnate Marcus Spencer había muerto a causa del cáncer terminal que tenía. Fue una mañana algo cruda para todos quiénes alguna vez la conocieron, sin embargo, no lo fue para mi madre.
Mi madre era la subdirectora del club a donde solía asistir la difunta esposa mientras aún estaba en vida. Un club de señoras chismosas y patéticas que se reunían a tomar té y comer pastelillos con tenedores diminutos. Sin embargo, pertenecer a ese club era de gran estima pues solo las mujeres con dinero o estatus suficiente podrían ser parte.
A mí no me interesaba la idea de pertenecer a un club de señoras aburridas de su vida. Por mi parte aún estudiaba en la universidad, ser diseñadora de modas era algo que me había jurado cumplir.
Aquella mañana mi madre salió sonriente de su habitación. Teníamos una casa amplia y acogedora que mi padre había dejado a nuestra disposición luego de irse a Roma con su otra esposa. La habitación de mi madre era como el dormitorio de una joven reina y todas las cosas que podías encontrar allí, demostraban cuan ambiciosa era. Desde el pendiente más pequeño, hasta el bolso más grande, todos eran regalos de señoras interesadas en el club, que pensaban que al darle regalos podrían obtener un pase al cielo.
Pero no fue extraño para mí ver a mi madre tan contenta por la noticia, ella vivía el día a día con la esperanza de que en algún momento la tan ansiada noticia se hiciera realidad. Mi madre estaba interesada en el señor Marcus Spencer, aunque siendo sincera casi la mayoría de señoras en ese club lo estaban. La idea de mi madre era simple, ser la nueva esposa del magnate Marcus.
— Donde están los pendientes de oro rosa, los necesito —vociferaba por los pasadizos.
— Los dejaste en el jacuzzi… —respondí entre bostezos.
Yo no tuve la oportunidad para conocer a la esposa del magnate, pero decía que era semejante a un ángel, que a pesar de su grave enfermedad cuidaba de sus dos hijos con el mismo amor y cariño que el de una mamá osa. Por otro lado tuve la dicha no tan dicha de cuidar a sus dos hijos, eran dos gemelos con la cabeza de un brócoli rojo, parecidos a los hermanos de Mérida en Valiente; pero mucho más traviesos y desastrosos.
— ¿Ya estás lista? —preguntó mi madre apareciendo por la puerta de mi habitación.
— Te dije que no iré… no puedes simplemente dejarme en casa —cuestioné levantando la cabeza.
— Si no vas, que harás en todo el día —volvió a interrogar.
— Iré con Joshua a una cafetería, ves ya tengo algo que hacer —respondí ingeniosa.
— Esta bien, pero quiero que pases al cementerio por la tarde, la ceremonia será después del almuerzo.
— ¿Por qué hablas de la muerte sin temor? Es extraño que te expreses así de un muerto —comenté.
— Depende de cómo veas al muerto. Yo lo veo como una oportunidad —respondió y cerró la puerta.
Mi madre era una mujer sin límites y de seguro haría cualquier cosa con tal de estar junto a Marcus. Ella era así desde siempre. A pesar de que mi padre la dejó, ella no estimó quedarse sin hacer nada, llevo a juicio todas las propiedades de mi padre y se quedó con el setenta y cinco porciento de todo. La mitad le correspondía por derecho y a mi me pertenecía el veinticinco porciento.
***
Se me hacía tarde para el desayuno. Llamé a Joshua y lo invité a una cafetería cercana.
Joshua era mi mejor amigo, casi algo. Ambos nos atraíamos, pero teníamos que esperarnos un poco, pues él era el ex de una amiga de la secundaria después de todo. Y aunque Isabella y yo no hablábamos mucho, ella asistía a la misma universidad que yo.
— Carajo, todo está tan desordenado —comenté al ver el desorden que había en la sala —. Tantos regalos para una ridícula tarde de té.
Cuando llegué a la cafetería, disipé a Joshua en una de las mesas cercanas a las ventanas. El lugar era bastante iluminado y transmitía alguna sensación cómoda y apacible. A medida que me iba acercando a la mesa, mis cabellos rubios brillaban como el oro, el calor del sol acarició mi piel y dejó visible la textura suave de mi rostro. Las personas que estaban allí se percataron de mi ingreso, pero siguieron con su rutina. El único que se hechizó ante mi presencia, fue Joshua. Él tenía la pinta de un dios griego, pero nada exagerado; tampoco podría decir que era el tipo ideal o perfecto, ante mis ojos él era suficiente.
— Cómo has estado, Camille —preguntó tomando la iniciativa.
— Bien, todo está marchando bien —respondí con una sonrisa —. ¿Qué tal tú?
— Podría decir lo mismo, pero mi madre ha estado muy apenada con lo de su hermana…
Un dato insignificante, que no detallé, es que, en síntesis, Joshua es el sobrino de Marcus. Dato que no tenía nada de interés en ese momento.
— Sé que tu madre se recuperará, no te preocupes por eso —dije con sinceridad.
— Sabía que nos dejaría pronto, por eso me despedí hace tiempo, no quiero que tu desayuno se vuelve sátiro, pero no puedo evitar sentirme apenado.
— No digas eso, no es una buena mañana después de todo.
Luego de eso la charla se tornó un poco más emotiva, ya que en la televisión, el noticiero paso un programa de tres minutos y medio sobre la desdichada muerte. Después de eso pedimos nuestras órdenes y desayunamos un tanto incómodos. Al parecer el chico de ojos color avellana, no soportó tener que estar lejos de sus familiares y se fue en cuanto recibió una llamada.
No tenía nada más que hacer en el día completo, por suerte no tenía clases, ni tareas. Así que regresé a casa para realizar algunos deberes del hogar, en primer lugar, debía limpiar la sala de estar.
Mi madre había dejado una caja blanca con moño rosa en medio de la mesa del comedor, con una nota que decía: Ponte esto cuando decidas venir.