En serie

Error 231

 

"Reporte: Operación; Escanear seguridad sección 118, muro norte. Resultado final: Daño, no detectado; intrusión, no detectado; radiación nivel no perjudicial. Orden: Enviar".

"Error231: Orden, no ejecutado; señal, no hallado".

—Error —masculló Ignacio con frustración. Su mirada se perdió entre la maraña de letras que revoloteaban sobre la pantalla de su teléfono inteligente. Su mente adormecida era incapaz de seguir aquel baile y descifrar cuál era el problema. Sus párpados pesados como el plomo se cerraron de golpe cual trampa de ratas y su cabeza se precipitó hacia adelante por efecto de la gravedad hasta impactar con el volante de su viejo Ford Mustang gasolina, modelo 2078.

—Error —volvió a murmullar el hombre mientras se masajeaba la frente dolorida. Contempló la mancha de sudor que su cráneo había impreso sobre el cuero sintético como si se tratara de un fantasma, sin saber muy bien dónde estaba. Luego buscó a tientas en la guantera, extrajo un botecito de tabletas azules, lo abrió y se tomó una de ellas. Sintió como descendía chisporroteando por su gaznate, cual kayak entre estrechos cañones, destino a la desintegración definitiva en los ácidos de su estómago. ¿En qué estaba pensando? ¿Estaba soñando? Un escalofrío lo sacudió y sus manos se crisparon sobre el volante.

Creyó percibir una sombra por el rabillo del ojo. Su mente aún aturdida tardó un par de segundos en procesar el posible peligro. Luego se tiró de lado sobre el asiento del copiloto de tal forma que el salpicadero del coche le ocultara de la vista; y el vehículo solo pareciera otro cascarón abollado más entre tantos otros abandonados hace tiempo por sus dueños en los aparcamientos y cunetas de las carreteras.

Su mano derecha voló hacia la semiautomática sujeta en su gemelo con un gesto mecánico y preciso, fruto de años de entrenamiento. El tacto del frío metal de la culata, alrededor de la que se cerraron sus dedos, consiguió tranquilizarlo un poco. Con dos suaves clics el arma estaba cargada y el seguro quitado. Contuvo el aliento, nada. No percibió ningún sonido extraño, aunque dudaba de que fuera a ser capaz de escuchar gran cosa desde el interior del coche. Por las ventanas subidas se colaba la luz del sol brillante que le quemaba en los ojos y coronaba un cielo azul grisáceo sin ninguna nube a la vista. Se dio cuenta de que el freno de mano se le estaba clavando en la espalda.

—¡Virus! —espetó en voz baja.

Encogió las piernas y se dejó rodar hacia un lado, con delicadeza para que el coche no se moviera, al final se hundió en el espacio reservado para los pies del copiloto y se acurrucó como un feto.

Y allí estuvo un buen rato en cuclillas, abrazándose las piernas, como si el útero improvisado que formaban la guantera, las alfombrillas de caucho gastadas y el asiento de cuero agrietado, que le rascaba en la espalda, pudieran protegerlo de alguna forma de todos los peligros del mundo habidos y por haber. Poco a poco los densos nubarrones grises del cansancio que se habían vuelto a posar sobre su mente se esfumaron. Al fin la pastilla hacía efecto.

Seguía sin escuchar nada extraño en la calma fantasmal que reinaba allá afuera. Comenzó a asomarse poco a poco sobre el salpicadero, primero la punta de la pistola, detrás la coronilla de su cabeza y los ojos que analizaban el territorio sin perder foco. ¡Nada! Se mordió el labio inferior, extrañado por no verse frente a frente con el frío cañón de un fusil de asalto o una pesada barra de metal roída por el óxido. Tampoco fue capaz de divisar siquiera la sombra de un movimiento.

Seguía habiendo decenas de coches y motos desparramados por doquier. Aplastados, volcados, enrollados alrededor del tronco de algún árbol partido o amontonados formando una masa informe junto a escombros y restos vegetales que se habían acumulado contra la base de la inmensa muralla que separaba los dominios controlados por la empresa y sus filiales del desierto inhóspito situado más allá. Un recuerdo de "Mario", el último megahuracán que se había dignado a visitar la península de Florida.

La muralla en sí seguía allí, intacta, sin un rasguño, tan imponente como siempre. Parecía algo casi inhumano, una línea negra trazada por la mano de un gigante que partía el espacio por la mitad. Nadie diría que por ella hubieran pasado los mismos vientos, con rachas de más de 390km/h que habían barrido urbanizaciones y fábricas enteras del mapa como si fueran simples castillos de naipes, antes de sumirlo todo bajo el manto gris de un auténtico diluvio de proporciones bíblicas que había anegado los desagües de las calles de la zona residencial en la que vivía Ignacio en cuestión de minutos.

Apoyó su revolver sobre el salpicadero, recuperó su móvil caído entre las latas y envases de plástico que cubrían el suelo, y devolvió la atención a la pantalla para intentar enviar por enésima vez el informe de la última misión de su, en esos momentos, ya antiguo trabajo. Esperaba que el servicio de reparación de redes telefónicas se hubiera dignado al fin a cumplir con sus obligaciones.

"Reporte: Operación; Escanear seguridad sección 118, muro norte. Resultado final: Daño, no detectado; intrusión, no detectado; radiación, nivel no perjudicial".

"Error231: Orden, no ejecutado; señal, no hallado".

—¡Error! —exclamó con rabia esta vez—. No eficaz.

Tiró el teléfono inteligente sobre el asiento con tal ímpetu que rebotó justo entre sus piernas y acabó por colarse en alguna parte entre la puerta y la base del cinturón del copiloto.

—¡Error! —exclamó de nuevo. ¿Había sido su imaginación, o la reverberación del sonido de su voz seguía rebotando sobre las paredes del muro? Inquieto levantó la mirada y volvió a revisar los alrededores en busca de algo fuera de lo común.

Nada. Inspiró en profundidad para intentar calmarse.

Se encontraba al lado de la autopista empresarial E4 perteneciente a Panacota S.A; que discurría en paralelo a la muralla antes de tomar rumbo hacía las bulliciosas ciudades del sur. Aún quedaban los últimos rastros del paso de la hecatombe en forma de extensos charcos de agua turbia y empantanada que bordeaban el asfalto agrietado y emitían venenosos destellos violetas bajo las caricias del intenso sol de finales de mayo.



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En el texto hay: distopia, robots, ciencia

Editado: 06.05.2019

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