Tardé dos días en reunir el valor suficiente para decidir que iría al bosque. A pesar de que mi deseo había ido aumentando conforme más tiempo pasaba en Masrie, también había ido creciendo el temor a lo que me encontraría. Temía que las cosas que decía mi padre fueran ciertas y terminaran haciéndome daño, pero, curiosamente, lo que más miedo me daba era terminar decepcionado: no encontrarme a ningún elfo, que no fueran cómo yo pensaba que eran o incluso que me rechazaran por tener sangre humana. Eso era lo que más me echaba para atrás: que me trataran igual que me trataban los humano, como si fuera menos que ellos.
Aquella noche, esperé casi hasta las dos de la madrugada para poder salir de mi habitación y corretear por los pasillos del palacio. Había decidido usar la puerta de la cocina, la que cerraba mal, para poder escabullirme, principalmente porque por esa zona había pocos hombres haciendo guardia.
No había nadie despierto en el castillo. Esa noche la cena había terminado bastante pronto, ni siquiera me había tocado poner una excusa para marcharme antes. El rey no se encontraba bien y no había bajado a cenar, así que todo había transcurrido con una relativa tranquilidad.
Mis pasos resonaban por los corredores, amplificados por el eco de las paredes vacías; apenas había alfombras o tapices, ni siquiera unas míseras cortinas, aunque no hacía falta. El lugar era tan hermoso por dentro que taparlo habría sido una herejía. Las paredes de los pisos inferiores estaban talladas con delicadeza, formando lo que, visto desde lejos, parecían sinuosas raíces de árboles; iba cambiando conforme ibas subiendo pisos, pasando de raíces o troncos, ramas y, en el último piso, hojas entrelazadas.
Llegué por fin a la cocina y me asomé con cuidado al interior. Estaba vacía. La crucé con cuidado de no tirar nada de lo que había en las bancadas y llegué al otro lado con el corazón latiéndome a mil por hora en el pecho; notaba el retumbar en los oídos y la adrenalina corría por mis venas; una sonrisa bailaba en mis labios, incapaz de creer que estaba tan cerca de lograr lo que llevaba tanto tiempo deseando.
Me sudaban tanto las manos por los nervios que el pomo se me resbalaba entre los dedos, pero al final la portezuela se abrió con un crujido que reverberó por la cocina; una parte de mí pensó que seguro que alguien lo había escuchado y que enseguida escucharía sus pasos acercándose hacia la cocina. No apareció nadie, pero me costó un par de minutos recomponerme del susto y hacer acopio de valor para salir. Hierba verde, excesivamente alta, amortiguaba mis pasos. La tierra estaba blanda en esa zona porque los cocineros echaban el agua sucia al jardín.
En esa zona, la muralla estaba muy cerca. Los muros que rodeaban Masrie parecían haber sido hechos para huir durante la noche, porque estaban llenos de salientes y trozos de enredaderas donde pude colocar los pies y las manos para ir ascendiendo. Llegué a la parte superior resoplando por el calor y con gotas de sudor corriendo por mi frente. Las manos estaban llenas de un líquido verdoso y pegajoso que soltaban las enredaderas y pensé que había sido buena idea no llevar el guante. Tenía varios cortes en las palmas por las espinas y algún que otro raspazo en las rodillas que me escocían. El descenso fue más rápido y también más accidentado y llegué al suelo con una caída que habría supuesto meses de risas de haber habido alguien para contemplarla.
Me levanté frotándome las piernas adoloridas y miré al bosque. Su oscuridad se extendía metros, kilómetros, delante de mí, inquebrantable y extrañamente atractiva. Era como si tuviera una cuerda invisible alrededor del pecho que tirara de mí hacia el interior para que me perdiera entre los árboles.
El bosque me parecía muy silencioso, demasiado. O tal vez me resultara tan antinatural porque estaba acostumbrado al ruidoso castillo de Aarlen y sus bulliciosos alrededores. Daba igual, tan solo sabía que aquel silencio me extrañaba y a la vez tranquilizaba, una combinación que me habría resultado difícil de entender en otra situación, pero que en ese momento parecía ser la indicada.
Con pasos vacilantes, empecé a caminar sin rumbo fijo. Con una mano iba tocando los troncos rugosos de los árboles y me iba guiando cada vez más y más adentro. Fui esquivando las ramas bajas, las raíces nudosas y las rocas afiladas que se cruzaban en mi camino. Todo parecía salvaje en aquel lugar y una parte de mí pensó si también mi alma sería percibida más salvaje al volver a casa, como si me llevara un trocito del bosque conmigo, guardado en secreto en mi interior.
Miré hacia el cielo y vi como las ramas no llegaban a tocarse, como si tuvieran vergüenza unas de las otras. Por entre los huecos se colaba la luz blanca y brillante de la luna, iluminando débilmente el manto negro de la tierra que pisaba, creando sombras y claros que me confundían.
Ahora que estaba dentro del bosque, sentía más miedo del que había pensado. No porque hubiera peligro, sino por las historias que mi padre me había contado. Me había metido el miedo en el cuerpo y una pequeña parte de mí se mantenía ahora alerta, aunque en el fondo sabía que no me iba a encontrar con nada —ni nadie—, peligroso.
Los animales, que en un principio se habían mantenido silenciosos, empezaron a acostumbrarse a mi presencia. Vi búhos de grandes ojos que parecían seguir mi caminata con interés; escuché el sonido de unos murciélagos al salir volando, moviendo a gran velocidad sus alas, no muy lejos de mí. El bosque estaba vivo, respiraba, soñaba; mientras tanto, yo caminaba sin prisa, con la capa recogida en una mano para que los bordes no se enganchasen con las ramas, enredaderas y arbustos que parecían estar en todas partes. Ahí dentro hacía más frío del que había esperado.
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Editado: 10.11.2023