Respiré el aire fresco, contento de poder alejarme por fin del aroma cargado de Pherea.
Después de medio año casi sin salir del castillo más que para acompañar al rey en sus escasos paseos por los jardines, estaba deseando respirar algo más aparte de intrigas y cotilleos. La salud del rey Reshad no dejaba de resentirse y ni siquiera esos paseos habían sido muy abundantes.
Llevaba cabalgando dos días, acompañado por dos hombres más, soldados jóvenes y dados a hablar sobre las cosas de las que solían hablar la gente de veinte años: mujeres, alcohol y armas. De esas tres, a mí solo me interesaban las últimas. Una parte de mí le resultaba preocupante que en los últimos meses hubiera bebido más que en toda mi vida; la vida en el palacio se me había hecho realmente difícil y tal vez hubiera ahogado mis penas bebiendo en más de una ocasión.
Estábamos en un valle bastante pequeño, por lo que tan solo veía un resquicio de cielo encima de mí, como una herida abierta y cuajada de estrellas brillantes que constituían la única iluminación que teníamos, porque no podíamos arriesgarnos a encender una hoguera y llamar la atención. Pero era una noche sin luna y, como venía notando desde hacía un tiempo, me sentía intranquilo sin la luna vigilando el mundo, como un chiquillo que se preguntaba por qué había desaparecido, que adónde habría ido.
Me removí un poco en mi dura cama de tierra y ramas. Había intentado hacerlo un poco más confortable poniendo la capa y varias mantas debajo, pero seguía sin ser cómodo. Escuché los ronquidos de uno de mis acompañantes y, esperando que el otro no se hubiera dormido, me giré para comprobarlo. No, estaba sentado en una piedra, con la espada a sus pies. Di un bostezo, agotado por las horas de cabalgata y por haber tenido que hacer la primera guardia. Sin embargo, ya sabía que me iba a costar dormirme. Llevaba demasiado tiempo sin poder ver la noche de aquella forma y mi mente no parecía dispuesta a concederme unas horas de sueño, aunque mi cuerpo me lo estuviera pidiendo a gritos y golpes.
Aun así, cerré los ojos, sintiendo la brisa fría de mediados de noviembre; pero ese año ni siquiera el otoño estaba siendo frío, como si todavía duraran las largas olas de calor que habíamos tenido en verano.
Estábamos acampados a un lado de la orilla del río Sepup, cerca de uno de los pocos puertos que se atrevía a recibir los barcos provenientes de Elwa.
En un intento de apaciguar a los elfos, que parecían cada vez más interesados en una rebelión, me había mandado a intentar hablar con ellos. ¿Por qué a mí? Bueno, tenía sangre élfica y más de uno susurraba que la culpa de que mi padre me hubiera desheredado pasaba porque me había hecho amigo de unos elfos. De uno solo, en realidad, y no éramos amigos. Yo ni siquiera sabía que éramos. A veces pensaba que teníamos una relación; otras, que no, que solo éramos conocidos, tal vez amigos con una historia de por medio.
Después de haber aceptado la petición del rey Reshad de convertirme en miembro de su guardia, Tallad se había marchado a la Academia de Elexa. No nos habíamos despedido, cobardes por no querer afrontar una conversación dolorosa. En realidad, por mucho que mi interior suspirara cada vez que pensaba en Tallad, también sabía bien que seríamos incapaces de sobrellevar las miradas, los comentarios y demás cosas que se susurrarían a nuestro alrededor. También, una parte de mí me decía que tal vez Tallad no estaba enamorado de mí, que en realidad aquella proposición de marcharme con él a la Academia había sido nada más que una espontaneidad y que una vez que se lo hubiera pensado mejor, me habría dejado.
Me pregunté si estaría con alguien en ese momento, si ya me habría olvidado. Solo habíamos estado juntos una noche y yo no estaba en la situación de pedirle exclusividad. Con aquel rostro, Tallad ya habría conquistado a alguien y me habría olvidado, aunque yo fuera incapaz de olvidar la noche que habíamos tenido, en su cama. Recordaba el movimiento de sus caderas, el roce de los miembros, el orgasmo.
Con un suspiro, me levanté, incapaz de quedarme más tiempo allí. Tenía el cuerpo acalorado, las mejillas rojas. Era extraño la forma en la que, después de más de un año sin vernos, yo seguía pensando en Tallad de la misma manera (desnudo y en una cama, sí). Me molestaban y a la vez me gustaban las distintas reacciones que provocaba su recuerdo en mi cuerpo. Como en ese momento.
Me levanté de un salto, apartando las gruesas mantas. Me despejé la mente como bien pude y, sin hacer caso de las advertencias de mi compañero sobre los peligros de adentrarse solo en un bosque, me interné en la espesura.
Yo me negaba a llamar a aquel lugar «bosque», porque no era más que unos cuantos árboles apiñados, con matojos y malas hierbas alrededor. No, aquello no era ningún bosque, pero era lo más cercano a uno que había estado en meses. Caminando de la forma más silenciosa que pude, aproveché para atarme el cabello en una coleta que dejara mis orejas al descubierto. Durante los últimos días había visto a mis compañeros mirarme demasiado y apartar la mirada al darse cuenta de que yo también los miraba. Sabía lo que estaban haciendo: intentaban averiguar si tenía las orejas puntiagudas o no, porque siempre las tenía tapadas por el cabello y era casi imposible verlas. Sin embargo, estando allí solo, decidí dejar mis orejas a la vista. No quería terminar como un coladero gracias a las flechas élficas.
Había visto un par de ojos espiándonos en nuestro viaje y ahora notaba también sus miradas puestas en mí. ¿Pensarían que yo era un enemigo? O peor, ¿me considerarían un traidor? Yo a veces lo pensaba.
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Editado: 10.11.2023